martes, 16 de noviembre de 2010

Ataduras



Prometiste hacer de mí un mal chico y por eso me ataste a la cama. Yo buceaba buscando estrellas en el titilar de tus ojos por si alguna de ellas llevaba mi nombre, y la emoción de este bautizo adquiría la consistencia del cemento entre mis piernas.

Recordé a la gran duquesa antes de sucumbir a las embestidas de los bolcheviques, y temí que te abrieses paso en mi corazón a golpes de hoz y de martillo, intenté esbozar una protesta para despertar tu ternura, pero al abrir la boca se me disparó un gemido de placer que tú encerraste con la seda de unas bragas minúsculas.

El diablo te había enviado a la tierra para que corrompieras el sueño de los mansos, y mientras apurabas los nudos en torno a mis muñecas desee haber quemado los autobuses de mi adolescencia, prometiendo encender tus nalgas si, en un futuro remoto, tenías a bien deshacer mis ligaduras.

Nuestros pasados se resumían en ese presente de mordiscos furiosos con los que estaban tatuando mi pecho, mis muslos y mi vientre, mientras unas lágrimas de granizo empapaban mi mordaza. Se había desatado el Apocalipsis en nuestro refugio, y sobre mi carne estaba sintiendo las oleadas de pequeñas explosiones nucleares.

Quise llamarte perra del infierno, maldecir tu estirpe y tirar unos billetes sobre la alfombra antes de irme, pero mis ojos se obstinaban en recitar a Girondo mientras me dabas la espalda y te acaballabas sobre mí, iniciando una danza frenética que seguramente habías aprendido en los hoteles decadentes de Estambul.

No te importaba romperme las alas, o esa colección de cicatrices que estaba a punto de reventar entre tus piernas, no querías escuchar más canciones uruguayas (antes del combate habías puesto un disco de Skunk Anansie) ni que mis huellas, ahora prisioneras, dibujaran las fronteras de tu anatomía de sirena.

Y entonces decidí rendirme ante esa mezcla de dolor y placer que me estaba invadiendo, con la resignación de un condenado ante un pelotón de fusilamiento, agradeciendo la precaución de llevar una buena dosis de THC navegándome las venas. No me importaba lo más mínimo que el mundo hubiera desaparecido o que me hubieses inoculado un virus letal a través de tus fluidos.

No existía más futuro que en los campos de reeducación de los jemeres rojos, y de haber tenido brazos no dudaría en abrazar esa fe que saltaba con energía sobre mi cadera. Pero el tiempo existía y se manifestó en forma de una brutal explosión, a la que le siguieron detonaciones idénticas: un teléfono que sonaba desde las mismas entrañas del infierno.

Con la misma naturalidad con la que un niño obediente salta de un columpio ante la orden de sus padres ¡vamos, es hora de abandonar los juegos!, dejaste de balancearte sobre aquella virilidad que ahora se me antojaba extraña, que parecía querer separase de mi cuerpo para seguir dentro de ti.

Intenté suplicarte pero solo conseguí atragantarme con tus bragas, mientras tú mantenías una conversación en un inglés barriobajero de la que solo alcanzaba a entender palabras sueltas y que se superponía a los aullidos de Skin.

Se acabó el disco y tu seguías recibiendo instrucciones del diablo o le dabas consejos, se me habían enfriado el sudor y las lágrimas y sentía todos los miembros ¡todos! entumecidos. Me llegaba el aroma de tu tabaco e hice votos para enrolarme en la resistencia sunita en cuanto consiguiera deshacerme de las ataduras que me mantenían anclado al lecho.

Hice un inventario de todos los reproches que te debía, y escogí de toda una galería de insultos y maldiciones las que creí que más daño te harían.

Hasta que volviste a la habitación, todavía con el teléfono en la mano, aunque ya mudo, y el mundo volvió a desaparecer con un nuevo bombardeo de mordiscos furiosos.

martes, 19 de octubre de 2010

Jugando el partido en casa (II)

Entre los crujidos del somier, los jadeos de la chica y las palabras sucias que se me caían de la boca escuchamos un golpe seco en la puerta de la entrada. Otro golpe y acto seguido sonaron dos detonaciones, y por si acaso los padres de Helena me habían mandado a una unidad de los Geos o por si eran unos sicarios colombianos contratados por su novio, pegué cuatro caderazos acelerados y me derramé, quizás por última vez, entre las piernas de la morena.

Arreciaron los golpes y las detonaciones, que no eran otra cosa que el timbre de la entrada y la puerta chocando contra la cadena, así que no me quedó otra que saltar de cama, con la misma gracia que saltaría de una ventana, dándome una hostia de pánico contra la esquina del armario. Todavía aturdido por el dolor y por la insistencia de las llamadas alcancé a cubrirme mis partes con lo primero que encontré.


Encontré a mi padre asomando por la rendija de la puerta, preguntándome porque había echado la cadena, y apremiándome para que le dejase entrar.


-¿Pero tu no ibas a ver el partido en la cafetería?- le pregunté, sin ninguna intención de franquearle el paso.


-Si, pero no estaban mis amigos y decidí venir a verlo a casa. Pero, tu estás tonto ¿me abres la puerta o no?.


-No. – me atreví a contestar. – Ahora no puedo.


Mi padre mi miró con la misma intención de entenderme de los antidisturbios que nos habían golpeado en las revueltas estudiantiles de hace unos años, limitándose a seguir el guión. Con esa mirada podría haber derribado la puerta, pero aún así me dio otra oportunidad.


-Me cago en la puta hostia. Abre la puerta o la tiro abajo.-


Aquello tenía pinta de acabar regular, y me imaginé a Helena acojonada vistiéndose a toda prisa para esconderse en el armario, como en las películas.


Me dieron ganas también de meterme con ella dentro del armario, y esperar a que mi padre acabase el partido para que pudiese escabullirse por el pasillo, pero como en esas situaciones límites que se dan en las guerras, donde se quita lo mejor y lo peor de cada uno, hice un último gesto heroico, aún sin calibrar demasiado los resultados.


-No puedes entrar. Estoy con una chica…


Me temblaban las piernas ante la inminencia de que mi padre, como Mortadelo, se pusiese el disfraz de ariete y, finalmente, venciera la resistencia de la cadena o derribara la puerta. Y cuando estalló fue en forma de carcajada, se empezó a descojonar vivo, un poco por lo grotesco de la situación y otro poco por el orgullo paternal de comprobar que había otro machito en casa.


-Está bien, me voy al bar de abajo, te doy hasta que acabe la segunda parte, pero no hay prorroga que valga. Y, por cierto, no vuelvas a salir a la puerta así, campeón.


Cerré la puerta aliviado, pero más agotado que si disputase un combate de lucha libre. El espejo de la entrada me devolvió la imagen de una victoria por puntos, embutido en unas bragas blancas en las que sonreía con inocencia, un abultado Piolín.

lunes, 11 de octubre de 2010

Jugando el partido en casa (I)

Hace un montón de años, cuando aún vivía en casa de mis padres, celebraba los momentos en los que me quedaba solo en casa con una inyección de entusiasmo que me hacía concebir, en el mismo instante de enterarme de la duración de sus ausencias, planes más ambiciosos de los que podía realizar.

Si se iban el fin de semana a la aldea, y me dejaban la nevera y la bodega bien surtida, imaginaba una de esas fiestas con música ruidosa, comida picante y chicas ligeras de ropa, aunque al final acabase por compartir unas botellas de vino y una tortilla de patatas con cuatro colegas, alargando un debate estéril durante toda la noche sobre la revolución peruana, las segundas lecturas de Rayuela y las películas de Kurosawa, mientras saboreábamos el wisky de malta de mi viejo.

Cuando había suerte conseguía vencer las reticencias de alguna chica y la introducía furtivamente en mi habitación, con toda la nocturnidad y alevosía posibles, quemando incienso y poniendo de fondo alguna melodía hipnótica, como el “Radio Etiopía” de Patti Smith, para consumar un ritual de acercamiento en el que, las más de las veces, había consumido gran parte de mis energías.

Sonaba el despertador antes de la madrugada, y se me antojaba extraño encontrar a aquella con la que había compartido sudores al borde del infarto, saltando de la cama para recoger su ropa desperdigada por el suelo, mientras yo llamaba a un taxi para que pudiera llegar a su casa antes de que sus padres denunciasen su desaparición a la guardia civil.

Había largos periodos, sobretodo en los inviernos más crudos, en los que mis progenitores se volvían más caseros, y solo me quedaba aprovechar sus ausencias por motivos laborales, a veces la mitad de una tarde o una tarde completa con suerte, para esos combates cuerpo a cuerpo que, en la mayoría de las ocasiones, quedaban relegadas al asiento trasero del coche, en la cuneta de alguna carretera secundaria o el aparcamiento de alguna playa desierta.

La cosa se me complicó un poco cuando me lié con Helena, con la que tuve un periodo de febril actividad sexual. Nuestra relación tuvo el aliciente de la clandestinidad, porque ella mantenía una relación estable con un novio formal, con el que tenía proyectado vivir algún día y, quizás, casarse y tener hijos, y por lo tanto teníamos que aprovechar esas horas en las que podía buscar una coartada para pegarnos una buena sesión de caderazos y mordiscos.

Ese día el Celta jugaba en casa uno de esos partidos decisivos en los que se disputaba, una vez más, la permanencia en la división de honor o el descenso a segunda, y mi madre tenía turno de noche. Mi padre hacía tiempo que perdiera el entusiasmo para ir a Balaidos, pero aún así no quería quedarse sin ver el partido, así que planeó llevar temprano a mi madre a su trabajo y verlo en la cafetería de enfrente, donde tenía una peña de amigos.

Me faltó tiempo para llamar a Helena y preguntarle si estaba libre, y la fortuna quiso que su novio también fuese hincha del equipo de la ciudad, y que además fuese de los que preferían sufrir en el estadio. Helena era de esas pocas chicas que ganan cuando se quitan la ropa, y me costaba imaginar que existiera alguien tan imbécil como para decantarse por un montón de hombres sudorosos luchando por una pelota, cuando podía disfrutar de aquella ganancia.
Cené temprano con mis padres, que se mostraron un poco extrañados porque no saliera de casa en toda la tarde.

-Estoy algo cansado, y tengo ganas de meterme temprano en cama.- Les dije.

Y la verdad es que era del todo cierto. Tanto que en cuanto salieron por la puerta volví a llamar a Helena y en menos de veinte minutos ya estábamos entre las sábanas, ejecutando esas acrobacias sexuales a las que tan aficionada era la niña y que, con certeza, sé que no volveré a ejecutar con el mismo entusiasmo y vigor de aquella época. Sudamos tanto como si vistiésemos la camiseta celeste y a pesar de todos los regates y disparos a portería todavía estábamos empatados a la mitad del primer tiempo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Soñando iguanas, muchachas y excavadoras



He vuelto a soñar con las iguanas, con pleistocénicas y espinosas armaduras barnizadas con plata y esmeraldas, y un brillo insólito en sus ojos inclementes que me recordaban a los que tenían las canicas de los delincuentes precoces de mi infancia.

Otra vez las iguanas voraces hacían guarida en mi biblioteca, esa que he ido atesorando con el paso de las edades, a costa de vestir camisetas raídas, colarme en los autobuses y robar manzanas en la frutería de la esquina, y con su ejército de dientes devoraban la ternura de Benedetti, de Girondo y de Neruda, o con sus ásperas lenguas de fuego borraban para siempre las dudas existenciales de Pavese, de Mishima y de Orwell.

Mientras yo las observaba paralizado en mi lecho, con las sábanas empapadas de una angustia que se parecía mucho a la de los naufragios, incapaz de cualquier maniobra que distrajera el apetito de los monstruos.

También ha regresado a mis sueños la muchacha de cabellos rojos que algunas mañanas se pasea por la cafetería con la espalda desnuda, con un dragón tatuado que le surge de las nalgas y unas palabras indescifrables en caracteres góticos en la nuca.

Si, también sus ojos de trigo recién cosechado tienen un brillo insólito, como el de las iguanas, quizá por el efecto del whiski escocés con zumo de manzana con el que ahoga el desierto de su garganta, mientras yo acompaño el primer café con los titulares de la guerra en el Cáucaso o los efectos devastadores de los huracanes caribeños.

Esa muchacha que insiste en escribirme su teléfono en una servilleta manchada de carmín, con unos números que se asemejan a una fórmula cabalística, como una invitación a la locura.

Desde que el homeópata me recetara las hierbas con las que sustituí mis copiosas cenas había dejado de soñar con las máquinas, sobretodo con las excavadoras que insistían una noche si y otra también en desenterrar los fantasmas que guardaba debajo de la cama.

No era ese sonido incesante de metal chocando contra el éter el que me molestaba, porque después de tantos años ya me había acostumbrado, pero eran demasiadas las traiciones, las renuncias, los rechazos que con su cuchara de dientas uniformes arrancaba del baúl de mis recuerdos.

Y esta noche, uniéndose al coro de iguanas y a la muchacha de los cabellos rojos, han vuelto para atormentarme.

Desperté en medio de la noche, con el estómago encogido por la zozobra, como si hiciese la digestión de un cardumen de mariposas muertas, y escruté en la oscuridad buscando la pared donde, por riguroso orden alfabético, por temas y nacionalidades, descansan mis libros, y mi respiración se normalizó al comprobar que todavía estaban allí.

Pero cuando mi corazón volvía a sonreír se abrió la puerta y un enano con suficientes amenazas como para destruir el mundo me ordenó que siguiera soñando. De todos los personajes que pueblan mis oníricos territorios es al que más odio, porque siempre aparece en ese momento en el que me creo amanecido, para recordarme que aún no he abierto los ojos.

Otra vez regresaron las iguanas a mordisquear las páginas que les quedaban pendientes de Praomedia Ananta Toer y un álbum de fotografías de Henri Cartier-Breson, mientras iban saliendo bajo mi cama una pléyade de citas a las que no llegué, de confesiones que no escuché, de mujeres que no supe amar y de amigos que me cansé de cuidar, y un maremagnum de acusaciones me hizo crecer un rencor sucio entre las piernas y volvió a aparecer la muchacha de los cabellos rojos, mostrándome solicita la espalda desnuda, con la boca del dragón ansiando mis durezas.

Aterrorizado busqué refugio bajo mi escritorio, y mi cabeza comprobó la curva de la madera, vencida por miles de versos estériles y facturas impagadas, y cartas que nunca fueron enviadas, y desde allí invoqué a las matemáticas, iniciando un recuento de momentos felices, una especie de mantra que en ocasiones me ha servido para difuminar el ruido incesante de las escavadoras, que ahora abrían una enorme brecha en el colchón, desatando un rumor de plumas y tristezas.

Recordé las canciones con la que mi madre cicatrizaba mis heridas, los besos de caramelo que guardaban las tapias del instituto, el crujir de la nieve bajo mis botas, y los peces de colores haciéndome cosquillas en el océano.

Ese inventario de felicidad me hizo despertar, y esta vez no apareció el enano amenazando con destruir el mundo, si no un sol de verano colándose por las rendijas de mi persiana, haciéndome cosquillas en las telarañas que cubrían mi cara.

Aunque cuando abrí los ojos me encontré con la peor pesadilla, con la más atroz, al comprobar que no estabas a mi lado.

viernes, 1 de octubre de 2010

Rencor




“Mi amor, el problema es el siguiente ¿Qué es lo que te hace falta? ¿Estás dispuesta a escaparte conmigo? Y Ella ¡Si, voy a donde me lleves! Estoy en tus manos.”
MANUEL PUIG


Caminar toda la noche por una carretera desierta da para pensar mucho. Por ejemplo en mi propia estupidez. Y porque esta estupidez me había llevado a estar caminando esta noche por una carretera desierta.

Llevaba más de un año haciéndomelo con Lucy. Tenía unas tetas estupendas. Grandes y duras como melones, con unos pezones rojísimos, que engordaban en mi boca. Al principio era solamente eso: quería saciarme de sus tetas.

Lo intenté todo. Cada vez que ella entraba en la tienda del viejo Bart, donde trabajo, ensayaba la mejor de mis sonrisas. Era todo lo amable que podía ser. A veces también me ponía grosero. En fin, las clásicas tonterías que hacemos en el pueblo para cortejar a las chicas.

Una vez la acorralé en una esquina de la tienda y recibí un puntapié en la espinilla. Todavía conservo la cicatriz, lo juro. Pero había que verla, maldita Lucy, moviendo sus tetas de un lado al otro de la tienda mientras cogía una lata de judías y crema de cacahuete. Me estaba volviendo loco, de veras. Nunca había tenido tantas ganas de comerme unas tetas.

Pero acabó por cansarme. Decidí terminar el juego. Y estuve toda la semana que siguió al incidente del puntapié sin hacerle ni puto caso.

Al viernes siguiente fue ella la que me acorraló en el billar. Y yo no era tan tonto como para darle un puntapié, con las ganas que le tenía. Esa misma noche tuve mi buena ración de tetas.

Joder, Lucy era mejor de lo que pensaba. Era una auténtica salvaje, nunca tenía suficiente. Además, nadie me había hecho nada igual con la boca, tenía una lija en la lengua y sabía como usarla para quitarme hasta la leche materna.

Durante este último año nos corrimos buenas juergas en el coche del viejo. Encontramos un camino abandonado que acaba justo en el lago, a veinte kilómetros del pueblo.

Y allí estuvimos toda la primavera y el verano, bañándonos en el lago, a la luz de la luna, y follando como locos en el Comet del 69. Bonito número ¿no? Pues nosotros montamos unos cuantos. Me tenía bien cogido de las pelotas la buena de Lucy.

Pero en otoño me volví más perezoso. Algunas noches me olvidaba de que había quedado con Lucy. Me quedaba en el billar, fumando cigarrillos y fanfarroneando con los amigos. O tonteando con las chicas que perdían el miedo y el nombre entrando allí.

En más de una ocasión vino a buscarme, aburrida de esperar que pasara a recogerla. Se ponía como una furia si me veía hablando con otra chica, y si estaba jugando una partida o tomándome una cerveza con los colegas, también se ponía furiosa.

Después me iba detrás de sus tetas, a buscar las llaves del Comet. Mientras tuviera el depósito intacto el viejo parecía no enterarse. De paso también vaciaba mi depósito, en el sendero del lago.
Aunque enseñara mucho las uñas Lucy era inofensiva. Con cuatro palabras cariñosas volvía a comer en mi mano. Y yo me comía sus tetas, hasta la indigestión. Además de verdad: una noche se las unté con crema de cacahuete. A ella le pareció muy gracioso, A mis intestinos no tanto. Siempre tan atrevida, la condenada.

Pero pasaban las estaciones, y en invierno ya me aburría. Que todo cansa, las tetas de Lucy, la crema de cacahuete, y el sendero del lago. Aún así tampoco tenía mucho que elegir en el pueblo. Hasta que llegó su prima Susan.

Susan venía del norte y, como todas las del norte, era un poco pardilla. La vigilé durante unos días, hasta que encontré el momento de engatusarla, para meterla una noche en el Comet.

No me dio tiempo de llevarla al lago. Se hizo un poco la tonta pero terminamos haciéndolo. Pero no había comparación.

Así se lo dije a Lucy esta noche, después de follar como perros vagabundos, en nuestro sendero. Mucho mejor que con Susan, si. Total, tarde o temprano se iba a enterar.

Bajé del coche para que mentara a mi madre a gusto, y maldijera y llorara un poco, mientras yo meaba sobre la luna reflejada en el lago. Ya se le pasaría.

Después la vi arrancar rápidamente el Comet, y alejarse como alma que lleva el diablo del lago.

Mi viejo me iba a matar.

martes, 21 de septiembre de 2010

Tú tienes algo que yo no tengo

-Tú tienes algo que yo no tengo.

Ariadna tembló, cuando vio avanzar al Sr. Ramírez por el estrecho almacén, con los ojos golosos y la calva sudada y grasienta, con su paso de paquidermo, de cetáceo, de dinosaurio, del que no tiene prisa porque sabe que no hay escapatoria, que finalmente llegará y le quitará a Ariadna lo que el no tiene.

Mientras avanza el Sr. Ramírez, con la misma elegancia que el camión de la basura, Ariadna lo observa fascinada, y anota varios detalles importantes; la chaqueta color crema de cacahuete tiene un botón a punto de caerse, y una mancha de aceite en los pantalones grises, que se le han quedado pequeños.

El Sr. Ramírez también aprecia que Ariadna tiene una carrera en las medias, que los puños de su camisa están desgastados de tantas jornadas laborales, y que a través de ella se le transparenta un sujetador esmeralda.

-Tú tienes algo que yo no tengo. Y me lo vas a dar.

En las palabras del Sr. Ramírez hay autoridad, decisión, firmeza, virtudes por las cuales el año pasado fue nombrado jefe de sección, y en el silencio de Ariadna hay sumisión y miedo, razones por las cuales lleva cinco años de cajera. La política laboral de la empresa no es distinta a la de otras.

Ya están tan próximos que Ariadna puede sentir el aliento del Sr. Ramírez, y adivinar que ha comido frijoles con carne de puerco, media botella de vino barato, un café con leche y dos copas de aguardiente, mientras que ella se ha conformado, que remedio, con una ensalada que trajo de casa y una manzana que todavía no le había dado tiempo de terminar cuando apareció el Sr. Ramírez.

Cuando ya están muy cerca, tan cerca que se respira el peligro, Ariadna le sonríe al Sr. Ramírez, y por un momento este piensa que si, que se lo va a dar, así, por las buenas.

Y Ariadna se lo da.

Cae la manzana de su mano y surge un cuchillo, tan rápido que casi no se ve como entra en la barriga del Sr. Ramírez.

-Claro que se lo doy, todo suyo, faltaría más.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Y los perros siguen ladrando (III)




De pequeño creía que mi hermano, Juan Ramón, era una estrella. No sé si alguien me lo había dicho, o lo había leído, o simplemente era una invención mía, esa de que los niños, cuando se morían, se convertían en puntos de luz en medio de la noche. Es curioso tener nostalgia de alguien al que nos has conocido. El único recuerdo que me dejó fue una pequeña tumba de cemento en el camposanto de Puxeiros.

Ensayo el discurso para el día de la Reconquista, y me imagino que no soy yo quien se dirige a las tropas francesas, sino mi hermano, y que yo le sonrío bajo el balcón. Siempre he tenido miedo. El valiente es siempre Juan Ramón.

Para dormirme siempre repaso mis obsesiones, y me sobreviene un gusto atípico por las matemáticas. Hace un millón de años contaba escaleras al cielo o países que no salían en los mapas, después comencé a registrar naufragios o laberintos, ahora anoto los pasos que me separan de mi última playa.

El cobarde que se atreve, pero también por miedo, por ese temor existencial a no vivir lo suficiente. Las asignaturas pendientes son todo aquello que pudiste pero que no quisiste. ¿Hacia donde va ahora la izquierda abertzale, definitivamente sin voz ni voto?

Lo importante es caminar, dar un paso y después otro, no quedarse quieto. Si no te mueves es como si estuvieses muerto. Quiero ser siempre joven para ti, y mi cuerpo no obedece, y mientras estoy escribiendo estas líneas se va degenerando, poblándose de arrugas, me va cayendo el pelo, los dientes se oscurecen.

Ya son las cinco de la mañana y los perros, maldita sea, siguen elevando sus ladridos sobre las invocaciones satánicas de Thebon, el vocalista de Keep of Kalessin. Si, finalmente he tenido que recurrir a esto para que no me mate ese cardúmen de nostalgia que me habita, y aún así sigo sintiendo un hambre infinita de tus besos. ¿A dónde se van todas esas ternuras que estamos perdiendo mientras mis ojos viajan al corazón de las tinieblas?.

martes, 7 de septiembre de 2010

Y los perros siguen ladrando (II)



Repaso las novedades discográficas del Mondo Sonoro y las comparo con las de hace cuatro años, en un ejercicio, otro más, de nostalgia. El 2 de febrero de 2004 llegaba al concierto de Violent Femmens y The Soundtrack of Our Lives notablemente ebrio, gracias a una tarde de licor café en la Novena Puerta y a una botella de Abadía de San Campio que acompañó la cena armenia en la Ovella Negra.

Ahora leo la crónica musical y soy consciente de que era otro Apocalipsis el que estaba allí. Hedonista, nihilista, catártico, aventurero y bastante cínico.

Hay un gato negro cruzando la explanada y Thor explota de locura, ciego por cobrarse su botín. Es más rápido el gato, y desaparece en medio de la noche. También mis ideas desaparecen y no logro mantener un discurso coherente, así que disminuyo el volumen del reproductor y me hago otro café suave, para pensarte.

No me ayudan los tragos de la botella de agua que compré antes de venir, en la que compruebo la presencia de E-242 y E-11, acesultamato K y ácido cítrico, a hacer la digestión de los tortiglioni con pomodoro e peperoni de la cena, ni las recientes noticias del golpe de estado en Timor Leste, recién servidas en la primera edición del diario local.

A veces me sobrevienen unas ganas tremendas de encerrarte en un abrazo y entonces un aliento gélido se entretiene entre mis extremidades superiores, para recordarme el tiempo y la nostalgia.

Malditos perros, no pararan de ladrar en toda la noche. ¿Qué significará flugrekorder nicho öffnen? No quieras saberlo todo, porque las respuestas también duelen. Hay noches pesadas como enormes porqués, apenas una franja de luna que parece reírse de mí, en medio de unas tinieblas que entablan un diálogo continuo entre el océano y el cielo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Y los perros siguen ladrando (I)


Pasan trece minutos de las tres de la madrugada, dejando atrás el ecuador de la jornada laboral, y los perros siguen ladrando. No han parado de ladrar en toda la noche, como si oliesen una tormenta, a pesar de que la atmósfera es cálida y el mar está tranquilo. Quizás ellos intuyan algo que yo no puedo percibir, algo que puede ocurrir en cualquier momento y cambiarlo todo para siempre.

Menos mal que esta noche tengo una selección de death, doom y black metal suficiente para alejar a cualquier fantasma que ose venir a molestar mi vigilia: Tiamat, Opeth, Rammstein y, por si fuese necesario, el “Armada” de Keep of Kalessin.

He intentado continuar con mi crónica romana, pero ahora que ya llevo casi una docena de páginas escritas me parece una perdida de tiempo considerable, y me dan ganas de destruirla, aunque no me atrevo a hacerlo por ese barniz de vanidad que todavía conservo.

Por suerte o por desgracia me he encontrado el periódico del domingo, y he podido distraerme con historias más interesantes que las mías, como las de Eufrosina Cruz o las de Kang Kek Ieu. Me van a volver locos estos perros, o los fantasmas que resisten al volumen brutal de mi reproductor de discos compactos, porque se alimentan de los silencios que anidan en mi cabeza.

No, no es noche para escribir, y sin embargo insisto, otra vez buscando un antídoto contra la locura. Siempre me pongo nervioso en los días previos a un nuevo viaje, y más aún cuando, como ahora, se acumulan las facturas de los billetes de avión, del seguro del automóvil, de las tarjetas de crédito, de la ropa que compré en las rebajas y de las suscripciones anuales.

Es difícil pensar solo con la mitad del cerebro, mantener el equilibrio con la mitad del cuerpo, respirar con la mitad de los órganos. No pensar, no caminar, no respirar.

jueves, 19 de agosto de 2010

Como si tuvieses la boca llena de flores (II)



Al día siguiente fui llamado al despacho del comandante, y confesé mi crimen, que fue sentenciado como sedición, por lo que fui condenado a un mes de trabajos forzados en la cocina. Entre enormes ollas humeantes, repletas de carne y verduras, y sartenes friendo toneladas de patatas, confiaban que volviera a la disciplina.

Pero cualquier alimento que metía en la boca había perdido, en materia gustativa, algún interés para mí. Me daba igual comer un plato de sardinas o uno de botas viejas, una chuleta de cerdo o los azulejos del baño. Así que no me quedó otra solución que pasar a la clandestinidad, y por las noches saltaba las tapias del cuartel para hacer incursiones en el pueblo vecino.

No siempre encontraba rosales en los que saciar mi apetito, y a veces tenía que contentarme con geranios o claveles, a los que no tardé en aficionarme, o incluso margaritas silvestres, aunque en este caso y debido a la levedad de su sabor, tenía que devorar campos enteros para satisfacerme.
Dentro de la instalación militar guardaba las formas, y engañaba a mis mandos simulando que comía la carne estofada, las cremas de verduras, los arroces, el pescado guisado, pero cuando esos alimentos tocaban mi paladar sentía unas fuertes nauseas, y tenía que ingerir algunas flores que siempre llevaba, para estas emergencias, en los bolsillos.

Pude licenciarme antes de que descubrieran el engaño, y ya para entonces no me alimentaba de otra cosa que no fueran flores.

Encontré trabajo como viajante de comercio, y eso me permitió comprobar que, por ejemplo, las gardenias en Teruel tienen un sabor más azucarado que las que se cultivan en Zamora, y que las rosas más exquisitas de la península son las de Almería, y que en las poblaciones cercanas a los Pirineos crece el azafrán de montaña, un auténtico manjar si se consume recién cortado.

También comprobé que el organismo humano, en contra de lo que se cree, no necesita de toda la variedad que ofrece nuestra gastronomía, y que es posible tener una alimentación equilibrada solo a base de flores. Todos los volúmenes que comprenden mi extensa biblioteca hablan de las virtudes y propiedades de estas maravillas del reino vegetal, que han cambiado mi vida.

A mi mujer no le disgusta en absoluto mi particular gusto culinario, aunque no la comparta, aunque al principio le costaba asimilar el hecho de que mi alimentación se redujera a las flores. Ella es también vegetariana, y también come tallos, raíces, frutas, bulbos y tubérculos. A lo mejor no es casualidad que su nombre sea Rosa.

Ya han pasado veinte años desde el día en el que me atreví, un poco por aburrimiento y un poco por rebeldía, a llenarme el paladar con los pétalos que manaban del jardín del comandante, y todavía recuerdo el placer que me invadió la boca la primera vez.

En todo este tiempo no he sentido la tentación de comer otra cosa que no fuesen flores, salvo esta mañana, cuando he mojado con la lengua un sello de correos.

domingo, 15 de agosto de 2010

Como si tuvieses la boca llena de flores (I)



La primera vez que comí flores fue por una mezcla de aburrimiento y de rebeldía. Estaba realizando el servicio militar, y aquel día me tocaba realizar la guardia frente a la casa del comandante del cuartel, que tenía unos jardines magníficos.

El rancho había consistido en unas lentejas aguadas y una merluza cocida, y me había dejado la sensación que tienes cuando comes un periódico, sobretodo si ingieres las páginas de sucesos, aunque había abandonado esa costumbre gastronómica hacía ya tiempo.

Mientras paseaba en torno al pequeño perímetro que permitía el reglamento, cuatro pasos hacia delante y siete pasos hacia atrás, describiendo semicírculos en el sentido de las agujas del reloj, intentaba concentrarme en cualquier cosa que me distrajera del sabor a imprenta que se me había pegado a mi paladar.

En aquel momento me encontré frente a los rosales que, con esmero, cuidaba el ordenanza del comandante, un tipo amanerado y traidor que coleccionaba amenazas y siempre se pegaba a la sombra de unos galones. Los pétalos eran de un rojo sanguíneo y cuando arranqué el primero sentí como si le estuviese amputando el dedo a un niño. Eso me animó a llevármelo a la boca.

Cerré los ojos durante un instante, de la manera que hacen los verdaderos cristianos al comulgar a su dios, y sentí que bajo mis pies crecían raíces, y que la tierra me cubría. Fue solo un segundo, antes de que mis dientes rompieran el encanto masticando la tierna lámina, que vertía su sangre sobre mi lengua, pero en ese segundo me llegaron poderosas revelaciones.

Durante las horas que tenía asignadas para custodiar ese recinto, fui despojando a los rosales de sus pétalos, gozando de un placer que distanciaba mucho de los otros que conocía, que no eran pocos.

Sabía que mi conducta podría condenarme, pero no había suficiente castigo para disuadirme de llenarme la boca con aquel minúsculo néctar, que se diferenciaba de cualquier sabor que hubiese probado.

Cuando llegó mi reemplazo acababa de engullir la última de las rosas, y al saludar a mi compañero de armas mi aliento le acarició la cara, y pude ver en sus ojos un atisbo de envidia.

martes, 20 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (III)


Me empujó con brusquedad, y a punto estuve de quedarme con uno de sus pezones entre mis dientes, le envió una mirada de despecho a las criaturas que se agitaban en sus macetas y se deshizo de sus bragas para cabalgarme a pelo, sin preocuparse de protecciones, atendiendo solo a su placer. No tuve inconveniente, ni estaba en condiciones de hacer ningún tipo de objeción, porque desde abajo adquiría una nueva perspectiva del objeto de mi deseo, y acoplándome a sus movimientos hacía pequeños ataques a aquellos picos altivos como los de la cordillera del Himalaya, buscándola con las manos o con los dientes, pero sobretodo con lo más profundo de mi alma.

La Negra no era una amazona demasiado imaginativa, se limitaba a subir y a bajar como en una montaña rusa, sin llevar el control del asunto, así que cuando me cansé de su espectáculo la derribé y la inmovilicé subiendo sus piernas hasta mis hombros, y después volví a entrar en ella con violencia, buscándole las entrañas, hasta que después de un tiempo indeterminado ¿importa demasiado si fueron veinte minutos o dos horas? Ella gritó una sucesión de orgasmos y yo saqué mi miembro hinchado de su cueva y le regué a conciencia las tetas. Todavía goteando volví a echarle la boca y chupe aquellos pezones coronados por mi leche.

Enseguida pensé en que tenía que deshacerme de las plantas, de las latas de cerveza que llenaban la nevera, pensé en que no volvería a acercarme a los acantilados, ni a las puertas de las iglesias, que no volvería a recitar desde los balcones ajenos, ni a tirarme de los puentes, que no bailaría más como un poseso ni escucharía a los clásicos a un volumen decente, que ya no comería pescado ni berenjenas, que llamaría a mis padres, sonreiría a los niños y a los policías, que dejaría de ponerme camisetas de calaveras y celebraría todos los cumpleaños.

Y finalmente, después de que se hiciera el silencio y de que la eternidad sucediera, pensé que después de todo, seguiría hablándole a mis plantas y matándome a pajas.

jueves, 15 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (II)


Con esto por fin vencí su fingida resistencia de primeriza y pude deshacerme del sujetador (uno de color crema, horrible por cierto) la gula venció a la lujuria y le eché la boca a aquellas flechas de obsidiana, que me desafiaban creciendo hasta lo inimaginable. Chupé con más ansias que si de ellos brotara la leche materna, hasta que empecé a escuchar sus lamentos: le estaba haciendo daño de verdad, y ya sabía que me lo haría pagar de algún modo.

Interrumpió mi incursión en el paraíso, y cubriéndose me dijo que ya era suficiente para la primera vez, que era mejor que nos fuéramos cada uno a su casa, que estábamos yendo demasiado lejos, mientras yo me resistía a la idea de volver solo a mi habitación para hablarle a las plantas y matarme a pajas. Así que escuché todas sus tonterías con los ojos inyectados de deseo, y un lobo rugía en mi pecho sin intención de detenerse.

No había llegado hasta aquí para tan poco, abjurando de mis principios elementales, desoyendo los consejos de los amigos y las voces que en mi interior me decían que no escuchase sus cantos de sirena, así que tuve que explicarle a la Negra que a un macho no se le puede encerrar en un coche con todos aquellos motivos y luego salir indemne como una virgencita, sin mayores daños que un puñado de chupetones.

Volvió a hacer una lista de todas las cosas que no le gustaban de mí, que si fumaba porros y bebía calimotxo, que si comía pescado seis días a la semana, que si saltaba desde los puentes atado a una cuerda deshilachada, que si bailaba como un poseso en los conciertos, que si meaba en la puerta de las iglesias, que si me olvidaba de los cumpleaños, y que nunca le sonreía a los niños.

De todo me arrepentí sinceramente, hasta del último porro que había fumado hacía menos de una hora, mientras le decía que a mi casa o a la suya, o que le arrancaba la ropa dentro del vehículo y lo hacíamos allí, orillados a una calle del centro, donde llevábamos una eternidad aparcados. Y para evitar males mayores, o porque ya lo tenía decidido desde el principio del verano, la Negra accedió a subir a mi casa, porque aunque se hiciese la estrecha a última hora ya no podía disimular las ganas de unos golpes de cadera y la humedad que le bajaba por las piernas la estaba delatando.

Entramos en mi habitación traspasando las paredes, con un monstruo agitándose bajo mi vientre, demandando su tributo de carne, y cuando la tendí en la cama su camiseta ya estaba en mi alfombra, haciéndole compañía a mis pantalones y a su falda, y mi boca buscaba otra vez aquellos montes oscuros que volvían a desafiar las leyes de la naturaleza y crecían buscando mis labios, mi lengua, mi garganta.

miércoles, 7 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (I)



A la Negra nunca le gustó que fumara porros, tampoco le gustaba que bebiera cerveza, ni que me gustara hacer equilibrios en los acantilados o que escalara edificios para recitar tonterías desde los balcones, no soportaba que escuchara a los clásicos a un volumen brutal ¿se puede escuchar a Metallica bajito?, ni las berenjenas rellenas (una de mis mejores recetas), ni que llamara a mis padres una vez cada dos meses, ni mis camisetas de calaveras, ni que escupiera cada vez que me cruzaba con la policía.

A Pesar de todo esto, durante todo un verano estuvo empeñada en mostrarme sus encantos en la arena, buscándome el deseo en los ojos mientras estos recorrían su piel morena y le hacían una completa cartografía para reeditarla en las sesiones de onanismo más memorables que había tenido desde la adolescencia.

Así que en las tardes larguisimas de la estación cálida, fumaba porros a la orilla del océano, mientras unos pechos generosos y firmes, redondos y juguetones, coronados por dos cumbres sonrosadas, me señalaban reprochándome mis vicios y prometiéndome otros. La Negra me tentaba día y noche, y yo no podía sustraerme a la poderosa atracción que ejercían esas glándulas mamarias que se erizaban al menor contacto con el agua o con el viento.

Aprovechaba cualquier momento para acercarme a aquellas temibles protuberancias que ninguna prenda era capaz de disimular y, si lograba rozarme, mi piel tenía la constancia de una quemadura, y en mis piernas se agitaba una fuerza incontrolable. Y cuando no podía controlarlo me hacía otro porro, sonriéndole a todos los parroquianos que me señalaban desde sus toallas, esperando el momento de volver a casa donde hablaba con mis plantas y me mataba a pajas.

Aguanté hasta que a finales de septiembre, en una de esas noches en las que todavía se disparaban los termómetros, la Negra fue tan atrevida como para ponerme una mano encima, regañándome por mis malos hábitos, y las mías se dispararon, ajenas a mis ordenes, y fueron al encuentro de aquellas malditas tetas, que estaban a punto de volverme loco. Aunque la locura llego después, en mi coche, con los pantalones empapados, saciándome de aquella lengua sucia de mentiras y buscándole las curvas debajo de la camiseta, mientras le juraba que se habían acabado los porros, la cerveza, los acantilados, las berenjenas, las camisetas de calaveras, mis padres, la policía, y el puto mundo.

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