miércoles, 7 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (I)



A la Negra nunca le gustó que fumara porros, tampoco le gustaba que bebiera cerveza, ni que me gustara hacer equilibrios en los acantilados o que escalara edificios para recitar tonterías desde los balcones, no soportaba que escuchara a los clásicos a un volumen brutal ¿se puede escuchar a Metallica bajito?, ni las berenjenas rellenas (una de mis mejores recetas), ni que llamara a mis padres una vez cada dos meses, ni mis camisetas de calaveras, ni que escupiera cada vez que me cruzaba con la policía.

A Pesar de todo esto, durante todo un verano estuvo empeñada en mostrarme sus encantos en la arena, buscándome el deseo en los ojos mientras estos recorrían su piel morena y le hacían una completa cartografía para reeditarla en las sesiones de onanismo más memorables que había tenido desde la adolescencia.

Así que en las tardes larguisimas de la estación cálida, fumaba porros a la orilla del océano, mientras unos pechos generosos y firmes, redondos y juguetones, coronados por dos cumbres sonrosadas, me señalaban reprochándome mis vicios y prometiéndome otros. La Negra me tentaba día y noche, y yo no podía sustraerme a la poderosa atracción que ejercían esas glándulas mamarias que se erizaban al menor contacto con el agua o con el viento.

Aprovechaba cualquier momento para acercarme a aquellas temibles protuberancias que ninguna prenda era capaz de disimular y, si lograba rozarme, mi piel tenía la constancia de una quemadura, y en mis piernas se agitaba una fuerza incontrolable. Y cuando no podía controlarlo me hacía otro porro, sonriéndole a todos los parroquianos que me señalaban desde sus toallas, esperando el momento de volver a casa donde hablaba con mis plantas y me mataba a pajas.

Aguanté hasta que a finales de septiembre, en una de esas noches en las que todavía se disparaban los termómetros, la Negra fue tan atrevida como para ponerme una mano encima, regañándome por mis malos hábitos, y las mías se dispararon, ajenas a mis ordenes, y fueron al encuentro de aquellas malditas tetas, que estaban a punto de volverme loco. Aunque la locura llego después, en mi coche, con los pantalones empapados, saciándome de aquella lengua sucia de mentiras y buscándole las curvas debajo de la camiseta, mientras le juraba que se habían acabado los porros, la cerveza, los acantilados, las berenjenas, las camisetas de calaveras, mis padres, la policía, y el puto mundo.

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