Gestionando los tsunamis
lunes, 30 de diciembre de 2013
Dibujando pesadillas en el parque de atracciones
miércoles, 26 de octubre de 2011
Simulacro de naufragio (X); Comida dominical y sobremesa
Vann parecía guionizada por Adrian Tomie, y aún con pocas horas de sueño, con una resaca que debía ser considerable, y con el cambio de escenario, seguía empeñada en recordarme las canas que empezaban a poblar mis sienes y la poca actividad neuronal que había debajo de ellas.
No podía negarle lo evidente, que era viejo y estúpido, y que por eso íbamos a compartir mesa, pero también me alegré con no sentarme a su lado, para poder apreciar el sabor de los alimentos.
En cuanto trajeron la comida empezó a mejorar mi humor, que muchas veces tiene su origen en lo que me llevo a la boca. Que le vamos a hacer, soy un tipo de gustos sencillos, como los habitantes de las cavernas: bien comido, bien cagado y bien follado, hasta parezco un señor.
Entre bocado y bocado aún me permití soltar cuatro latigazos a las cajeras de supermercado, para devolverles algunos de los que me habían soltado en la víspera, mientras mis amigos fingían una normalidad que, a todas luces, no existía. Aún disfruté de los entrantes, de los primeros platos y de los segundos, del postre, el café y los chupitos.
No lograron perturbar mi comunión con sus lenguas venenosas, gracias en parte a Gato, que no tenía que hacer esfuerzos para mostrarse encantador y que mandaba miradas cargadas de fuego a la rubia, despreciando el peligro que llevaba.
Al salir del restaurante volvieron las incertidumbres, y mi cuerpo lo único que me pedía era una siesta de pijama y bacinilla, como las de los antiguos, y otra vez Gato tomó las riendas y propuso un paseo a orillas del río, para que nos diera un poco el fresco. Así partimos hacia el interior, buscando un lugar apartado, lejos de los arenales en los que, seguramente, estarían ya los zombis que habían abandonado la ciudad.
Otra vez las matemáticas seguían resultando curiosas, en un coche fueron dos y dos, que seguían siendo cuatro, y en el otro fuimos dos, que seguíamos sobrando. Nos dio tiempo de hacer la digestión por el camino, y también de marear a las muchachas que cuando llegamos a nuestro destino parecía que tuvieran una estaca clavada en el estómago.
Mi buen humor iba en aumento viendo a Vann al borde del vómito, y cuando nos adentramos en el bosque de ribera se me caían las risas, viendo como esquivaban las cagadas de las vacas para no dejar enterradas las sandalias. Era una situación bonita y se me disparaba la cámara con las mismas ganas que un rifle de asalto AK-47.
martes, 19 de julio de 2011
Simulacro de naufragio (IX): Las grandes cuestiones de la existencia
El Nota volvió a completar el quinteto a regañadientes, porque no tenía costumbre de abandonar su cueva en las jornadas dominicales, quizá preguntándose como yo las grandes cuestiones de la existencia ¿Quiénes somos? ¿De donde venimos? ¿Adonde vamos?. Yo todavía tenía más preguntas, y ya estaba fabricando respuestas, gracias al líquido negro que, mezclado con fragmentos de pesadillas, navegaba por mis venas.
La canícula que nos estaba azotando con la saña de un tribunal islámico no era propicia para tomar decisiones, y como no me gusta darles espectáculos gratuitos a los vecinos tuve que escuchar al órgano más despierto de todo el grupo: mi estómago.
En esos momentos contados de mi biografía en los que me siento feliz se despierta en mí un hambre de lobo, y cuando me siento desgraciado, al borde del abismo o del naufragio, también tengo unas ganas locas de llenarme el vientre con algo más contundente que las mariposas.
Después de barajar distintas alternativas salimos hacia el puerto, en cuyas proximidades se encuentra uno de esos contados sitios de confianza, donde te dan bien de comer sin desplumarte, porque tampoco era la ocasión como para impresionar a nadie, ni tampoco lo merecían.
Por el camino efectué una llamada de urgencia, y sumé a Gato a nuestra expedición, que se mostró encantado con la posibilidad de tener presencia femenina en la comida. Ya no había lugar para las matemáticas, y bien que agradecía la presencia de un diplomático, que venía armado con toda la paciencia del mundo para atender los agravios de las forasteras, con lo que el almuerzo sería, por lo menos, un poco más tranquilo que nuestra noche.
O por lo menos en eso confiaba yo.
jueves, 23 de junio de 2011
Simulacro de naufragio (VIII): Desafiando las matemáticas
Otra vez conté: dos y dos seguían siendo cuatro, así que en la esquena que se separaban nuestros caminos hice un gesto y escupí un par de palabras inteligibles a modo de despedida. Ya era demasiado, incluso para mí, y además siempre he odiado estos momentos en los que se decide si se acaba el partido o se juega la prorroga, porque de todos modos yo ya estaba en el banquillo.
Me derrumbé en el sepulcro con la misma sensación con la que me había levantado hacía un millón de horas, con la de haberme convertido en el último habitante del planeta, pero no me quedaban fuerzas ni para la nostalgia, así que me adentré en los territorios de la inconsciencia con la misma resignación que si me hubiese abandonado en brazos de la dama de la guadaña.
Ni tan siquiera tuve constancia de los fantasmas que mastiqué durante las escasas horas que dormí, aunque cuando los gritos del teléfono me arrancaron de la última pesadilla, tenía llena de arena la garganta y en mi cabeza pastaba una manada de hormigas.
Otra vez maldecía no haber apagado la conexión con el satélite y ese principio de asertividad que me hace decir siempre que si cuando tengo que decir que no, pero ya se me había jodido el sueño y volví a desafiar a las matemáticas.
Roi ya había organizado para comer con Luna y Vann, que aún tenían ganas de vacile, y el Nota se había sumado a regañadientes, también sin que le salieran las cuentas.
Me arrastré hacia la ducha con intención de que esta vez el desagüe no solo se llevara las telarañas, sino también el puto síndrome de Peter Pan que me impedía actuar conforme a las muchas primaveras que me había tocado sufrir.
Pero un manantial de agua caliente no era suficiente para alejar la sombra que oscurecía mi frente, ni para aliviar ese saco de rencor que se encogía como un puño entre mis piernas, así que preparé un café más negro que mi alma y lo acompañé con un analgésico, para fabricar otra serie de sonrisas, más falsas que las manufacturas napolitanas.
Así me arrojé a la calle.
lunes, 9 de mayo de 2011
Simulacro de naufragio (VII): Resistiendo a la pequeña muerte
La ninfa morena había extraviado su mirada cautivadora entre los chupitos de tequila, e insistía en invitarnos a compartir su naufragio pidiendo veneno para todos, y sus curvas escandalosas se quebraban, como los de una muñeca rota, mientras la de los cabellos dorados se esforzaba en mantener en pie la muralla que había ido construyendo a lo largo de las horas.
Y habían pasado demasiadas, mis articulaciones crujían como galletas, mis párpados eran persianas de cemento y por mis venas circulaba un exceso de estrellas, nubes cenicientas y pólvora como para armar una nueva insurrección zapatista.
Así que arrojé la toalla, mostrando las cicatrices de un boxeador sonado, mientras mis amigos proponían continuar la velada en el Tanatos para gastar los últimos cartuchos, porque lo que quedaba de mi triste figura solo pedía un vaso de leche caliente y un colchón donde hacer efectiva mi rendición.
Salimos a la calle y el sol ya estaba lamiendo las calles sucias de la metrópoli, mientras otros zombis idénticos a nosotros se refugiaban en los portales y se mordían los unos a los otros levantando un revuelo de efluvios etílicos, vómitos, desesperanza y derrota. Ya solo nos quedaban dos días en la cuenta y el que terminaba lo habíamos malgastado destrozando el hígado y escuchando estupideces, pero así era la vida que habíamos elegido.
Como si fuesen unas persistentes rémoras, lo que quedaba de las jovencitas, envejecidas en solo una noche a golpe de alcohol y nicotina, se apuntaron a la posibilidad de llenar el vacío que amenaza las paredes de sus estómagos, donde quizá nunca anidaran las mariposas, y otra vez caminamos las aceras hacia un lugar donde nos sirvieran algo parecido a un desayuno.
Por fortuna o por desgracia, según sea el caso, somos gente diversa, y hubo quien quiso jugar a la ruleta rusa y pedir una ensaladilla, quien devoro un bocadillo de lomo y queso, y quien pidió un vaso de leche caliente, con café o con cacao, que ni en eso estábamos de acuerdo. Estaba finalizando la partida y se relajaban los gestos, aunque había intenciones que se resistían a rendirse.
Cuando salimos de allí ya estaba calentándose el asfalto, y emprendí el regreso seguido de mis compadres, que tenían el coche aparcado en mi zona, y de las adosadas, que se habían hospedado cerca de mi refugio. Parecíamos los restos del Apocalipsis.