miércoles, 26 de octubre de 2011

Simulacro de naufragio (X); Comida dominical y sobremesa



Vann parecía guionizada por Adrian Tomie, y aún con pocas horas de sueño, con una resaca que debía ser considerable, y con el cambio de escenario, seguía empeñada en recordarme las canas que empezaban a poblar mis sienes y la poca actividad neuronal que había debajo de ellas.

No podía negarle lo evidente, que era viejo y estúpido, y que por eso íbamos a compartir mesa, pero también me alegré con no sentarme a su lado, para poder apreciar el sabor de los alimentos.

En cuanto trajeron la comida empezó a mejorar mi humor, que muchas veces tiene su origen en lo que me llevo a la boca. Que le vamos a hacer, soy un tipo de gustos sencillos, como los habitantes de las cavernas: bien comido, bien cagado y bien follado, hasta parezco un señor.

Entre bocado y bocado aún me permití soltar cuatro latigazos a las cajeras de supermercado, para devolverles algunos de los que me habían soltado en la víspera, mientras mis amigos fingían una normalidad que, a todas luces, no existía. Aún disfruté de los entrantes, de los primeros platos y de los segundos, del postre, el café y los chupitos.

No lograron perturbar mi comunión con sus lenguas venenosas, gracias en parte a Gato, que no tenía que hacer esfuerzos para mostrarse encantador y que mandaba miradas cargadas de fuego a la rubia, despreciando el peligro que llevaba.

Al salir del restaurante volvieron las incertidumbres, y mi cuerpo lo único que me pedía era una siesta de pijama y bacinilla, como las de los antiguos, y otra vez Gato tomó las riendas y propuso un paseo a orillas del río, para que nos diera un poco el fresco. Así partimos hacia el interior, buscando un lugar apartado, lejos de los arenales en los que, seguramente, estarían ya los zombis que habían abandonado la ciudad.

Otra vez las matemáticas seguían resultando curiosas, en un coche fueron dos y dos, que seguían siendo cuatro, y en el otro fuimos dos, que seguíamos sobrando. Nos dio tiempo de hacer la digestión por el camino, y también de marear a las muchachas que cuando llegamos a nuestro destino parecía que tuvieran una estaca clavada en el estómago.

Mi buen humor iba en aumento viendo a Vann al borde del vómito, y cuando nos adentramos en el bosque de ribera se me caían las risas, viendo como esquivaban las cagadas de las vacas para no dejar enterradas las sandalias. Era una situación bonita y se me disparaba la cámara con las mismas ganas que un rifle de asalto AK-47.

martes, 19 de julio de 2011

Simulacro de naufragio (IX): Las grandes cuestiones de la existencia

Podría haber saltado por la ventana en lugar de utilizar el ascensor, y las chicas que esperaban en mi portal hubieran reaccionado igual, seguían enfadadas con el mundo y yo seguía teniendo la culpa, sin embargo Roi ya había sumado puntos y debía de pensar lo más evidente: que aunque estuvieran trastornadas seguían estando más que buenas, y que merecía la pena aguantar un poco más si la recompensa era un pedazo de carne tierna.


El Nota volvió a completar el quinteto a regañadientes, porque no tenía costumbre de abandonar su cueva en las jornadas dominicales, quizá preguntándose como yo las grandes cuestiones de la existencia ¿Quiénes somos? ¿De donde venimos? ¿Adonde vamos?. Yo todavía tenía más preguntas, y ya estaba fabricando respuestas, gracias al líquido negro que, mezclado con fragmentos de pesadillas, navegaba por mis venas.


La canícula que nos estaba azotando con la saña de un tribunal islámico no era propicia para tomar decisiones, y como no me gusta darles espectáculos gratuitos a los vecinos tuve que escuchar al órgano más despierto de todo el grupo: mi estómago.


En esos momentos contados de mi biografía en los que me siento feliz se despierta en mí un hambre de lobo, y cuando me siento desgraciado, al borde del abismo o del naufragio, también tengo unas ganas locas de llenarme el vientre con algo más contundente que las mariposas.


Cuando no estoy en ninguna de estas situaciones, como en esta ocasión, también tengo un hambre de la hostia, así que dirigí todas mis energías a pensar en un comedero para poder cerrarles la boca a las niñas, que también se habían levantado repugnantes, y de paso recuperar energías.


Después de barajar distintas alternativas salimos hacia el puerto, en cuyas proximidades se encuentra uno de esos contados sitios de confianza, donde te dan bien de comer sin desplumarte, porque tampoco era la ocasión como para impresionar a nadie, ni tampoco lo merecían.


Por el camino efectué una llamada de urgencia, y sumé a Gato a nuestra expedición, que se mostró encantado con la posibilidad de tener presencia femenina en la comida. Ya no había lugar para las matemáticas, y bien que agradecía la presencia de un diplomático, que venía armado con toda la paciencia del mundo para atender los agravios de las forasteras, con lo que el almuerzo sería, por lo menos, un poco más tranquilo que nuestra noche.


O por lo menos en eso confiaba yo.

jueves, 23 de junio de 2011

Simulacro de naufragio (VIII): Desafiando las matemáticas

Foto: Xacobe Casal



En el trayecto que nos separaba de mi ansiado cadalso, uno de los nuestros se detuvo a tomar aire en los portales, y acompañó las bocanadas con el aliento de la morena, que tenía las manos juguetonas y probaba a avivar un poco el fuego, aunque no tanto como para quemarse. Mientras, en la vanguardia avanzábamos penosamente por la avenida desierta aguantando las últimas tonterías de Vann, alarmada por la posibilidad de que su amiga decidiera confundir sus sudores y rematar la jornada condenándose a golpe de cadera.


Otra vez conté: dos y dos seguían siendo cuatro, así que en la esquena que se separaban nuestros caminos hice un gesto y escupí un par de palabras inteligibles a modo de despedida. Ya era demasiado, incluso para mí, y además siempre he odiado estos momentos en los que se decide si se acaba el partido o se juega la prorroga, porque de todos modos yo ya estaba en el banquillo.


Me derrumbé en el sepulcro con la misma sensación con la que me había levantado hacía un millón de horas, con la de haberme convertido en el último habitante del planeta, pero no me quedaban fuerzas ni para la nostalgia, así que me adentré en los territorios de la inconsciencia con la misma resignación que si me hubiese abandonado en brazos de la dama de la guadaña.


Ni tan siquiera tuve constancia de los fantasmas que mastiqué durante las escasas horas que dormí, aunque cuando los gritos del teléfono me arrancaron de la última pesadilla, tenía llena de arena la garganta y en mi cabeza pastaba una manada de hormigas.


Otra vez maldecía no haber apagado la conexión con el satélite y ese principio de asertividad que me hace decir siempre que si cuando tengo que decir que no, pero ya se me había jodido el sueño y volví a desafiar a las matemáticas.


Roi ya había organizado para comer con Luna y Vann, que aún tenían ganas de vacile, y el Nota se había sumado a regañadientes, también sin que le salieran las cuentas.


Me arrastré hacia la ducha con intención de que esta vez el desagüe no solo se llevara las telarañas, sino también el puto síndrome de Peter Pan que me impedía actuar conforme a las muchas primaveras que me había tocado sufrir.


Pero un manantial de agua caliente no era suficiente para alejar la sombra que oscurecía mi frente, ni para aliviar ese saco de rencor que se encogía como un puño entre mis piernas, así que preparé un café más negro que mi alma y lo acompañé con un analgésico, para fabricar otra serie de sonrisas, más falsas que las manufacturas napolitanas.


Así me arrojé a la calle.

lunes, 9 de mayo de 2011

Simulacro de naufragio (VII): Resistiendo a la pequeña muerte



Pero todavía no había llegado el tiempo del descanso eterno, ni tan siquiera de esa pequeña muerte que supone abandonarse a los sueños, aunque a esas alturas de la noche se me había pegado al paladar el sabor de una pesadilla.


La ninfa morena había extraviado su mirada cautivadora entre los chupitos de tequila, e insistía en invitarnos a compartir su naufragio pidiendo veneno para todos, y sus curvas escandalosas se quebraban, como los de una muñeca rota, mientras la de los cabellos dorados se esforzaba en mantener en pie la muralla que había ido construyendo a lo largo de las horas.


Y habían pasado demasiadas, mis articulaciones crujían como galletas, mis párpados eran persianas de cemento y por mis venas circulaba un exceso de estrellas, nubes cenicientas y pólvora como para armar una nueva insurrección zapatista.


Así que arrojé la toalla, mostrando las cicatrices de un boxeador sonado, mientras mis amigos proponían continuar la velada en el Tanatos para gastar los últimos cartuchos, porque lo que quedaba de mi triste figura solo pedía un vaso de leche caliente y un colchón donde hacer efectiva mi rendición.


Salimos a la calle y el sol ya estaba lamiendo las calles sucias de la metrópoli, mientras otros zombis idénticos a nosotros se refugiaban en los portales y se mordían los unos a los otros levantando un revuelo de efluvios etílicos, vómitos, desesperanza y derrota. Ya solo nos quedaban dos días en la cuenta y el que terminaba lo habíamos malgastado destrozando el hígado y escuchando estupideces, pero así era la vida que habíamos elegido.


Como si fuesen unas persistentes rémoras, lo que quedaba de las jovencitas, envejecidas en solo una noche a golpe de alcohol y nicotina, se apuntaron a la posibilidad de llenar el vacío que amenaza las paredes de sus estómagos, donde quizá nunca anidaran las mariposas, y otra vez caminamos las aceras hacia un lugar donde nos sirvieran algo parecido a un desayuno.


Por fortuna o por desgracia, según sea el caso, somos gente diversa, y hubo quien quiso jugar a la ruleta rusa y pedir una ensaladilla, quien devoro un bocadillo de lomo y queso, y quien pidió un vaso de leche caliente, con café o con cacao, que ni en eso estábamos de acuerdo. Estaba finalizando la partida y se relajaban los gestos, aunque había intenciones que se resistían a rendirse.


Cuando salimos de allí ya estaba calentándose el asfalto, y emprendí el regreso seguido de mis compadres, que tenían el coche aparcado en mi zona, y de las adosadas, que se habían hospedado cerca de mi refugio. Parecíamos los restos del Apocalipsis.

lunes, 2 de mayo de 2011

Simulacro de naufragio (VI): Haciendo cuentas



Después de todo no había sido una mala noche, a pesar de que se hubiesen cebado con mis canas, con el estado de mi dentadura, con la pereza de mis neuronas, con el perímetro de mi abdomen, con la manera de ganarme los garbanzos, con mis gustos musicales y mis inclinaciones políticas.


Ya no me sentía el último habitante del planeta sino un integrante más del ejército de zombis que, como yo, habían soportado o arrojado bombas cargadas de estupidez, después de todo quizá las chicas tuvieran razón en algo, cuando me habían dicho que era un tipo normal.


De todas las maneras tristes de encontrarse con la realidad, se sepultar las ambiciones, la esperanza, las ganas de nuevos amaneceres, la peor de todas, la que más daño me hace es la de escuchar que soy un tipo normal, pero a esas horas casi lo sentía como un bálsamo, un antídoto ante la demencia.


Pero la noche se resistía a morir, y volvió a aparecer el Nota y también las perturbadas, a las que las horas les iban restando juventud y les iban sumando inestabilidad, tanto emocional como física.


Los primeros rayos del sol iban disolviendo algunos grupos que resistían en improvisadas barricadas a las puertas de los locales que iban cerrando, y nos alejamos de allí antes de que nos encontrara allí la policía o los repartidores de periódicos. Aún nos quedaba energía para el último asalto, y entramos en el Zulo, despertando una polvareda de miradas violentas. El local estaba lleno de lobos grises, un centenar de dientes amenazantes que miraban hacia el cargamento de carne que traíamos con nosotros.


El tiempo parecía haberse detenido, y las resistencias de la morena de curvas espectaculares iba abriendo grandes grietas. Era difícil mantener las distancias porque hablando te sentías sometido por su aliento, claro que también había quien quería reducirlas, porque se habían perdido batallas pero la guerra no había terminado.


En algunos momentos incluso Vann tuvo algunos momentos amables, y se abrazaba o se fotografiaba besando a uno o a otro, aunque rápidamente volvía a su táctica de ataque preventivo, cada vez más patético por los efectos que el tequila iba haciendo en su cuerpecito.


Yo volví a pensar en las matemáticas y volvió a salir la cuenta inicial, dos y dos seguían sumando cuatro y yo seguía sobrando, aunque seguí sin ser tan sencillo, porque mis colegas seguían insistiendo en los encantos de Luna que, comparados con la actitud de su amiga, se multiplicaban.


De todos modos se iba agotando mi curiosidad, y ya tenía ganas de derrumbarme en mi ataúd.




domingo, 10 de abril de 2011

Simulacro de naufragio (V): Ángeles o demonios



Aparentemente Luna parecía, de las dos, la menos trastornada, y por ella me enteré de que venían huyendo de su pueblo, donde trabajaban en un supermercado, aunque a esas alturas del campeonato me daba igual si me hubieran dicho que se ganaban el pan en un depósito de cadáveres en Timisoara o en un prostíbulo de Tijuana, o si huían de una plaga de langostas o de una limpieza étnica.

Por mis venas circulaban ya un millón de estrellas, y con sus cosquillas me despertaban, ahora sí, unas sonrisas con las que enfrentarme a otro episodio más de la cotidiana locura, así que acepté, sin demasiados reparos, trasladar nuestros esqueletos desde el Espantasueños hasta la Salamandra.

Después de secretearse alguna mierda al oído decidieron seguirnos, quizá porque ya estaban animadas con el vacile, o sencillamente porque no tenían ninguna alternativa mejor.

Los zombis ya se habían hecho con las calles, y habían colonizado también todos los locales que seguían abiertos, pero a esas horas nosotros también estábamos infectados, y habíamos dejado de ser humanos.

En la más lúgubre de las catacumbas que frecuentamos estaban poniendo la música idónea para desgarrarse la carótida a mordiscos, pero para no seguir haciendo sangre insistimos en las estrellas, mientras que las jovencitas se pasaban a drogas más duras, como el tequila, para envejecer rápido y tener cadáveres tan tristes como los nuestros.

Con esta apuesta aumentaron también la tontería, quizá a estas alturas se creían ya inmortales, y nos sintieran rendidos ante sus pies, adorándolas como diosas, pero lo cierto es que a Roi se le multiplicaban los frentes, con la aparición de varios satélites, al Nota se le acababa la paciencia y les devolvía los disparos con la misma puntería, y a mi ya me empezaban a pesar los huevos, todavía era posible un poco más, con la batería de insultos de Vann.

Fui a vaciar la vejiga un par de veces, por si eso aligeraba un poco el lastre de mi saco de rencor, y la situación no variaba, así que amagué con despedirme y perder de vista a las elementas, a mis colegas y al resto de la puta humanidad, pero también tenía curiosidad en ver en que acababa todo aquello, y me quede.

El que desapareció fue el Nota, y cuando nos fuimos en su búsqueda también desaparecieron las bellacas, así que no quedaban más excusas, ya estaba cerrando la Salamandra y la primavera se había muerto definitivamente, y solo quedaba lugar para los sueños, o para despertar de aquella pesadilla en la relativa seguridad de las paredes frías de mi refugio, sin ángeles ni demonios.

martes, 22 de febrero de 2011

Simulacro de naufragio (IV): La invasión de los ultracuerpos


Nunca he sido demasiado bueno con las matemáticas, pero todavía sabía que dos y dos son cuatro, y que el quinto, que era yo, sobraba. Aunque había algo allí que no encajaba, no era imposible que se trajeran aquellas dos bellezas del Desguace, aunque era bastante improbable, y enseguida me pusieron al corriente de cómo había surgido el encuentro.


Hacía menos de diez minutos que habían tropezado con ellas en la calle, fascinados como un gato con los focos del autobús, y como eran forasteras se habían ofrecido para guiarlas por nuestra zona.


Luna, una ninfa morena de mirada cautivadora y curvas escandalosas, tenía cierta afición al lado oscuro y se había sentido atraída por los cueros claveteados de mis hermanos, aunque los suyos también despertaban el ellos esos instintos que nos habitan desde la noche de los tiempos.


Vann lucía cabellos dorados, ojos oceánicos y tez nívea, como si se hubiese barnizado con nubes, y parecía más fuera de lugar, como en la canción de Rosendo, y desde el primer momento cavó un foso entre ella y nosotros, aunque con intención de convertirlo en fosa y enterrarnos en ella.


Así que nada estaba escrito, y mis primeras impresiones, no todas, estaban equivocadas, quizá quedaban solo tres días y merecía la pena seguir sumando burbujas, e intentar forzar una mueca que se pareciese a una sonrisa.


Quizás llevaba demasiado tiempo alejado del mundo y de tanto cruzar fronteras emocionales confundía las lenguas, o me encontraba delante de alguna especie alienígena que, como en la Invasión de los Ultracuerpos, había ocupado el cuerpo, bonito eso si, de una mujer.


Porque Vann no se conformaba con cavar un foso, y levantar un muro defensivo detrás, sino que desde sus murallas lanzaba un ataque indiscriminado con dardos envenados, buscando herir y, si era posible, rematar.


Aún no me había terminado la cerveza y ya me preguntaba que clase de desgracia le había ocurrido para colocar a todo el género masculino en el cajón de los hijos de puta, era como una francotiradora serbia en el sitio de Sarajevo, disparando a donde pensaba que estaban mis puntos débiles.


No recordaba la última vez que me había encontrado con alguien tan enfadado con el mundo, y eso que era yo el último habitante del planeta, así que le presté mi oreja para que derritiera en ella sus rencores.


Pero, por muchos crímenes que hubiera cometido en mis vidas anteriores, no me creía merecedor de tanto castigo, así que intenté que mis compañeros dejaran de indagar en los encantos de la morena y se interesaran por descubrir los de la rubia, si es que los tenía.

jueves, 3 de febrero de 2011

Simulacro de naufragio (III): En el corredor de la muerte


Tuve que esperar una hora larga, más pesada que si estuviese en el corredor de la muerte, mientras se iban ocupando las mesas, no todas, que me rodeaban, intentando atrapar fragmentos de conversaciones que me eran ajenas, con el oculto interés de utilizarlas para mi beneficio en mi fábrica de mentiras, hasta que finalmente los músicos abandonaron la barra y empuñaron sus instrumentos como una banda de delincuentes en el Chicago de los años de la prohibición.

Como entonces también fueron ritmos de jazz los que allí sonaron, mezclándose con las burbujas doradas que habían ascendido a mi cabeza, y aunque la vocalista tenía voz de sirena era tan triste su deambular bajo los focos que solo consiguió arrancarme una sucesión interminable de bostezos.

Creo que incluso dormí un poco, mientras el guitarrista probaba un cementerio de pedales y el pianista golpeaba las teclas con el entusiasmo con el que un yonqui se clava una aguja. No eran malos músicos, y los temas que interpretaban tenían trocitos de magia, pero a mi me pesaban de más los huevos.

Porque donde realmente habita la nostalgia, el hastío, la sensación de convertirse en el último habitante del planeta, de estar rodeado de zombis, de desear que el mundo se acabe el mundo, o de que pase cualquier cosa, buena o mala, es en ese saco de rencor que llevamos colgado entre las piernas.

Aguanté hasta el final del concierto, más que nada porque tampoco me apetecía ir a ningún sitio, ni tan siquiera me apetecía seguir bebiendo, aunque lo hacía para que las burbujas siguiesen acorralando a mis neuronas, y cuando terminó se me acabaron las excusas para seguir allí.

Reuní el poco valor que me quedaba y volví a las calles, donde deambulaban criaturas más temibles que las imaginadas por Darío Argento. Otra vez me dio pereza regresar a mi refugio, y opté por quedar con Roi y con el Nota en El Espantasueños, donde nos reunimos una vez a la semana los veteranos de guerra.

Me acomodé en la barra como el que se hunde en una trinchera, y una nausea me gano el alma cuando miré a mí alrededor y sentí las voces de los fantasmas que siguen pidiendo mi cabeza.

Ya estaba decidido a otra espera interminable, alimentándome de porqués que rebotaban en las paredes desconchadas, cuando llegaron mis compañeros, demasiado sonrientes para un sábado por la noche. Detrás de ellos entraron en el antro dos jovencitas, que para mi sorpresa venían siguiéndoles, como si fuesen traficantes de crack o estrellas del rock. Deseé no estar allí en ese momento, quizá ya no estaba allí.

jueves, 13 de enero de 2011

Simulacro de naufragio (II): La mosca del bar



Cuando desperté la ciudad había sucumbido ante las sombras, y como en la novela de Conrad mi corazón seguía bebiendo las tinieblas, así que me arrastré a la ducha, para arrojar por el desagüe las telarañas y para deshacer esas durezas con las que me castiga la nostalgia.

Desde el fondo del espejo me amenazó la sombra de Caín, y maldecí los estragos que los años estaban haciendo en mi rostro, donde estaban escritas mis renuncias y mis miedos. La pareja de zombis con las que comparto pasillos seguían asistiendo a la retransmisión de los pronósticos para el fin del mundo, y sentí una extraña y maligna fuerza que me precipitaba a la calle, donde no me esperaba nadie.

Caminé desconfiando de las esquinas, por si alguna navaja estaba esperando mi garganta, y solo los escaparates lograron arrancarme algo parecido a una sonrisa, que algunos maniquís sintieron también como una amenaza. Volví a pensar en Charlon Heston, y sentí la estupidez de recorrer estos lugares compartidos desarmado.

Quizá no era el último habitante del planeta, aunque me atreviera a desearlo, o quizá deseaba todo lo contrario y por eso estaba dirigiéndome hacia los sitios de siempre, donde sentir un poco de calor animal.

Si, fue por mi naturaleza de lobo por la que me senté a devorar otro bocadillo, el segundo de la jornada, junto con una manada de extraños, para alimentar a los coleópteros que anidan en mi vientre. Esas hienas emitían horribles carcajadas a mi espalda, y mis dientes hicieron desaparecer un cadáver exquisito, todo hay que decirlo, antes de que venciera la tentación de romper la botella contra la mesa y escupirles los cristales, mezclados con mi sangre y mi veneno, a sus caras.

Otra vez volvía a guarecerme en las sombras, recordando a algunas de mis victimas más recientes, y el eco de sus blasfemias me seco hasta el alma, así que apuré el paso hasta un nuevo escenario, que no era tan nuevo porque su suelo también estaba regado con mis lágrimas.

Tengo pocas virtudes, y para una que tengo, la puntualidad, también es un defecto.

Los músicos todavía estaban probando el sonido y las camareras ajustándose la silicona bajo las camisetas minúsculas, y todo me importaba menos que nada si la cerveza estaba fría. Y estaba. Así que ocupé una de las mesas y bebí despacio, para sentir la espuma bailándome las venas.

Volvió el rumor de unas alas, pero no eran las de un ángel, sino las de una auténtica mosca de bar, cuando pedí la segunda, hastiado de esperar al quinteto anunciado en las páginas del periódico local. La mosca del bar era yo.

lunes, 10 de enero de 2011

Simulacro de naufragio (I): El reino incierto de los sueños




El último día de la primavera me sentía como el último habitante del planeta, como en aquella película de Charlon Heston en la que, después de una gran explosión nuclear, no quedaba más hombre en el mundo que él, rodeado por legiones de zombis. La soledad de mi pecera, en la que estuve confinado toda la mañana, ayudaba a acrecentar esta sensación, y tuve que revolver en el baúl de los recuerdos, haciendo un inventario de fantasmas y de crímenes, por los que no he terminado de pagar.


Desde esta prisión más o menos voluntaria divisé como un espeso banco de niebla entraba desde el océano, y poco a poco iba cubriendo iba cubriendo la ría hasta los confines del Verdugo, semejando un ataque químico que ya estaba sintiendo en la piel en forma de gélido aliento. La primavera agonizaba y se oía ya el crujir de la hojarasca, confirmando los augurios de la hipótesis Gaia.


Más que finalizar la estación azul parecía que era el mundo el que tocaba a su fin. Quizá por eso no volví a mi refugio, o quizá porque la nevera se había vuelto loca con el cambio climático y había congelado los pocos alimentos que me quedaban en casa.


Así que me dirigí a los arenales, donde, a pesar de lo desapacible de la meteorología, una multitud de zombis helitrópicos, a la inversa de los que salían en el film, mostraban sus carnes corrompidas y se vigilaban mutuamente. Tal vez yo no era diferente a ellos, y sin embargo me sentía un extrañó repitiendo esta ceremonia de devorar un bocadillo correoso encima de una toalla, y para que la diferencia fuese menos visible también me despojé de mis harapos y mostré todas las cicatrices que, en el paso de los años, había coleccionado sobre mi piel.


No aguanté más de una hora revolviendo mis desnudeces en la arena, acosado por los latigazos de la bruma, las lenguas inflamadas de las horribles criaturas que me rodeaban y por ese rumo de tragedia que se había anclado en mi estómago.


Volví a esas paredes que han sido testigos de mis naufragios, y en las que otros zombis deambulaban en medio de la más contundente de las devastaciones. Solo en mi habitación había una atmósfera medianamente respirable, y en ella me atrincheré, esperando que llegara pronto el gran apagón, o que sucediese cualquier otra cosa, mala o buena.


No tenía intención de acariciar los lomos de mis viejos libros, para que como gatos callejeros lanzaran zarpazos a mi corazón, ni de escuchar las melodías oscuras que últimamente navegan por mis venas, así que me sumergí en mi mortaja descolorida y llamé a la puerta del reino incierto de los sueños, para probar suerte. No recuerdo si la tuve o no.

sábado, 1 de enero de 2011

Un tiro frente al espejo


Me metí un tiro frente al espejo, una nube blanca que me cegó con una ráfaga de cristales, salté por la ventana y las aceras recibieron sin entusiasmo los fragmentos de este contenedor de recuerdos que estaban pidiendo un Apocalipsis a gritos. Las tinieblas cubrieron rápidamente mis huesos, se adueñaron de la poca voluntad que me quedaba, y sonreí estúpidamente al internarme en los callejones donde todos los cuchillos llevaban escrito mi nombre.

Desde los escaparates me miraban con indiferencia una pléyade de maniquíes de curvas pronunciadas, provocándome a rasgar sus ropas de temporada y derramarme entre sus piernas de plástico. Puede ser que otra noche cediera a la tentación de los ladrillos y me encerrara en mi refugio con una de estas meretrices silenciosas, para invocar a la locura y ahuyentar a los fantasmas que aún insisten en fijarse a mis paredes desconchadas. Pero en esta era poderosa la llamada de la carne y ya no tenía razones para ignorarla, o las había olvidado en el mismo momento en que había aspirado aquel rabo de nube.

No quería testigos incómodos, así que evite los tugurios del puerto, donde la cicatriz que me atraviesa la siniestra, el infierno de mis ojos ambarinos y la facilidad con que mi navaja salía del bolsillo eran bien conocidas. Entorno a los antros del centro había una legión de jóvenes intentando aparentar los años y la crueldad que les faltaban para convertirse en alguien de mi especie, y se entretenían golpeando a los mendigos que dormían en los cajeros, acorralando en los portales a sus compañeras de clase y entregando al fuego a los contenedores de basura sobre el asfalto.

Ninguno de ellos me mantuvo la mirada, porque el respeto camina las noches de la mano del miedo, y desde lejos se veía que ellos tenían algo que perder y que yo ya lo había perdido todo. O casi, porque todavía oscuros deseos se movían por mis venas, pidiendo ser satisfechos.

Un neón intermitente me mordisqueo las pupilas y un ejército de hormigas se movió en mis testículos, era una señal tan buena como cualquier otra, así que empujé a un par de borrachos que dudaban ante la puerta y me interné en el local. Avance hacia la barra bajo una luz mortecina bajo la que se movían un puñado de cuerpos sobreexcitados por la ingestión masiva de diversos alcoholes y estupefacientes, y para no desentonar pedí un whiski doble y dibujé una raya de nieve sobre la misma barra, y ambos desaparecieron con la velocidad del orgasmo de un eyaculador precoz.

Una de las jóvenes que se contorsionaban en la pista se apercibió de mi maniobra y dejó de escuchar la música. En el poco tiempo que tardo en decidirse yo ya tenía otro whiski doble y otra nube sobre el mostrador, se acerco a mí, cogió el billete enroscado que blandía mi mano y se metió un tiro con ánimo de suicida. Después se largó un trago largo de escocés y me hizo la respiración artificial sin mediar ni una sola palabra.

No eran necesarias, su lengua tenía su propio idioma, y con el fabricaba un montón de promesas mientras recogía las mías. No era una chica guapa, ni tampoco fea, ni me importaba que tuviese los pechos duros como duraznos o el aliento afrodisíaco. Solo que me siguiese sin hacer preguntas, alentada con la esperanza de volar los abismos que le esperaban en mi guarida.

El trayecto se me hizo eterno, y parecía que íbamos a aprovechar todos los portales para simultanear polvo de estrellas, manos y lenguas cada vez más ligeras, y tragos de la botella había aparecido, por arte de magia, bajo mi abrigo. A nuestro alrededor, un ejército de bastardos seguía golpeando mendigos, acorralando a sus compañeras y quemando contenedores, pero poco a poco se fueron desvaneciendo, como un decorado inútil.

En mi guarida me metí el último tiro frente al espejo, y el lavabo empezó a teñirse de sangre. Sobre la cama una muñeca rota dibujaba una sonrisa estúpida: eran los restos de mi cacería.

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