domingo, 15 de agosto de 2010

Como si tuvieses la boca llena de flores (I)



La primera vez que comí flores fue por una mezcla de aburrimiento y de rebeldía. Estaba realizando el servicio militar, y aquel día me tocaba realizar la guardia frente a la casa del comandante del cuartel, que tenía unos jardines magníficos.

El rancho había consistido en unas lentejas aguadas y una merluza cocida, y me había dejado la sensación que tienes cuando comes un periódico, sobretodo si ingieres las páginas de sucesos, aunque había abandonado esa costumbre gastronómica hacía ya tiempo.

Mientras paseaba en torno al pequeño perímetro que permitía el reglamento, cuatro pasos hacia delante y siete pasos hacia atrás, describiendo semicírculos en el sentido de las agujas del reloj, intentaba concentrarme en cualquier cosa que me distrajera del sabor a imprenta que se me había pegado a mi paladar.

En aquel momento me encontré frente a los rosales que, con esmero, cuidaba el ordenanza del comandante, un tipo amanerado y traidor que coleccionaba amenazas y siempre se pegaba a la sombra de unos galones. Los pétalos eran de un rojo sanguíneo y cuando arranqué el primero sentí como si le estuviese amputando el dedo a un niño. Eso me animó a llevármelo a la boca.

Cerré los ojos durante un instante, de la manera que hacen los verdaderos cristianos al comulgar a su dios, y sentí que bajo mis pies crecían raíces, y que la tierra me cubría. Fue solo un segundo, antes de que mis dientes rompieran el encanto masticando la tierna lámina, que vertía su sangre sobre mi lengua, pero en ese segundo me llegaron poderosas revelaciones.

Durante las horas que tenía asignadas para custodiar ese recinto, fui despojando a los rosales de sus pétalos, gozando de un placer que distanciaba mucho de los otros que conocía, que no eran pocos.

Sabía que mi conducta podría condenarme, pero no había suficiente castigo para disuadirme de llenarme la boca con aquel minúsculo néctar, que se diferenciaba de cualquier sabor que hubiese probado.

Cuando llegó mi reemplazo acababa de engullir la última de las rosas, y al saludar a mi compañero de armas mi aliento le acarició la cara, y pude ver en sus ojos un atisbo de envidia.

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