lunes, 11 de octubre de 2010

Jugando el partido en casa (I)

Hace un montón de años, cuando aún vivía en casa de mis padres, celebraba los momentos en los que me quedaba solo en casa con una inyección de entusiasmo que me hacía concebir, en el mismo instante de enterarme de la duración de sus ausencias, planes más ambiciosos de los que podía realizar.

Si se iban el fin de semana a la aldea, y me dejaban la nevera y la bodega bien surtida, imaginaba una de esas fiestas con música ruidosa, comida picante y chicas ligeras de ropa, aunque al final acabase por compartir unas botellas de vino y una tortilla de patatas con cuatro colegas, alargando un debate estéril durante toda la noche sobre la revolución peruana, las segundas lecturas de Rayuela y las películas de Kurosawa, mientras saboreábamos el wisky de malta de mi viejo.

Cuando había suerte conseguía vencer las reticencias de alguna chica y la introducía furtivamente en mi habitación, con toda la nocturnidad y alevosía posibles, quemando incienso y poniendo de fondo alguna melodía hipnótica, como el “Radio Etiopía” de Patti Smith, para consumar un ritual de acercamiento en el que, las más de las veces, había consumido gran parte de mis energías.

Sonaba el despertador antes de la madrugada, y se me antojaba extraño encontrar a aquella con la que había compartido sudores al borde del infarto, saltando de la cama para recoger su ropa desperdigada por el suelo, mientras yo llamaba a un taxi para que pudiera llegar a su casa antes de que sus padres denunciasen su desaparición a la guardia civil.

Había largos periodos, sobretodo en los inviernos más crudos, en los que mis progenitores se volvían más caseros, y solo me quedaba aprovechar sus ausencias por motivos laborales, a veces la mitad de una tarde o una tarde completa con suerte, para esos combates cuerpo a cuerpo que, en la mayoría de las ocasiones, quedaban relegadas al asiento trasero del coche, en la cuneta de alguna carretera secundaria o el aparcamiento de alguna playa desierta.

La cosa se me complicó un poco cuando me lié con Helena, con la que tuve un periodo de febril actividad sexual. Nuestra relación tuvo el aliciente de la clandestinidad, porque ella mantenía una relación estable con un novio formal, con el que tenía proyectado vivir algún día y, quizás, casarse y tener hijos, y por lo tanto teníamos que aprovechar esas horas en las que podía buscar una coartada para pegarnos una buena sesión de caderazos y mordiscos.

Ese día el Celta jugaba en casa uno de esos partidos decisivos en los que se disputaba, una vez más, la permanencia en la división de honor o el descenso a segunda, y mi madre tenía turno de noche. Mi padre hacía tiempo que perdiera el entusiasmo para ir a Balaidos, pero aún así no quería quedarse sin ver el partido, así que planeó llevar temprano a mi madre a su trabajo y verlo en la cafetería de enfrente, donde tenía una peña de amigos.

Me faltó tiempo para llamar a Helena y preguntarle si estaba libre, y la fortuna quiso que su novio también fuese hincha del equipo de la ciudad, y que además fuese de los que preferían sufrir en el estadio. Helena era de esas pocas chicas que ganan cuando se quitan la ropa, y me costaba imaginar que existiera alguien tan imbécil como para decantarse por un montón de hombres sudorosos luchando por una pelota, cuando podía disfrutar de aquella ganancia.
Cené temprano con mis padres, que se mostraron un poco extrañados porque no saliera de casa en toda la tarde.

-Estoy algo cansado, y tengo ganas de meterme temprano en cama.- Les dije.

Y la verdad es que era del todo cierto. Tanto que en cuanto salieron por la puerta volví a llamar a Helena y en menos de veinte minutos ya estábamos entre las sábanas, ejecutando esas acrobacias sexuales a las que tan aficionada era la niña y que, con certeza, sé que no volveré a ejecutar con el mismo entusiasmo y vigor de aquella época. Sudamos tanto como si vistiésemos la camiseta celeste y a pesar de todos los regates y disparos a portería todavía estábamos empatados a la mitad del primer tiempo.

1 comentario:

  1. Nunca entendí, ni entenderé como había compañeros que me dejaban al cuidado de sus novias mientras ellos se iban a ver el fútbol, por el que perdían todos los papeles. En los bares, o en el Tívoli, pegado a Ibarreche, tomando vasos de leche con azúcar mientras ellos tiraban de cubatas camino del estadio.
    Qué tardes y paseos por Bouzas, antes del relleno, sentados juntos viendo las puestas de sol que ya permitían comenzar los ritos de apareamiento, mientras los suyos estaban atentos de lo que hacían once millonarios tras una pelotas; yo con las mías no dejaba de dar pie con bolas. Qué buenos aquellos solpores en los que aún sobraban horas por delante para el tranquilo regreso fumando pitillos y los labios de para en par enseñando los gestos del placer en los ojos, sin aburrimientos.
    O de aquellas sabrosas tardes, con Lola, en el Gandarón, en la Gandariña, o en Piñeiro; cuando sus padres marchaban a Beade o algún entierro. Cuánto amé a Carmen, a Pili, a Mili, Azucena, Eva, a Mamen, a Cacho, Toña, Clara, Chus, Pilar, Sandra, Geni, etc, y alguna que otra profesora. Aunque como Lola, ninguna.
    Nos dábamos el lote sin mayores contratiempos dejando que transcurriesen los hechos sin más miramientos y entre potencias y fuerzas íbamos solventando las situaciones inverosímiles allá donde nos pillase con los motores hirviendo.
    Juventud, de vino es tesoro que cuando uno escala se sube a cualquier parte del mundo y le sobran fuerzas para arrasar el campo base.
    De eso no hay duda.
    Ahora todo es un buen recuerdo lleno de ternura hacia ellas.
    Siempre
    Bricd
    Breves saludos

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