martes, 16 de noviembre de 2010

Ataduras



Prometiste hacer de mí un mal chico y por eso me ataste a la cama. Yo buceaba buscando estrellas en el titilar de tus ojos por si alguna de ellas llevaba mi nombre, y la emoción de este bautizo adquiría la consistencia del cemento entre mis piernas.

Recordé a la gran duquesa antes de sucumbir a las embestidas de los bolcheviques, y temí que te abrieses paso en mi corazón a golpes de hoz y de martillo, intenté esbozar una protesta para despertar tu ternura, pero al abrir la boca se me disparó un gemido de placer que tú encerraste con la seda de unas bragas minúsculas.

El diablo te había enviado a la tierra para que corrompieras el sueño de los mansos, y mientras apurabas los nudos en torno a mis muñecas desee haber quemado los autobuses de mi adolescencia, prometiendo encender tus nalgas si, en un futuro remoto, tenías a bien deshacer mis ligaduras.

Nuestros pasados se resumían en ese presente de mordiscos furiosos con los que estaban tatuando mi pecho, mis muslos y mi vientre, mientras unas lágrimas de granizo empapaban mi mordaza. Se había desatado el Apocalipsis en nuestro refugio, y sobre mi carne estaba sintiendo las oleadas de pequeñas explosiones nucleares.

Quise llamarte perra del infierno, maldecir tu estirpe y tirar unos billetes sobre la alfombra antes de irme, pero mis ojos se obstinaban en recitar a Girondo mientras me dabas la espalda y te acaballabas sobre mí, iniciando una danza frenética que seguramente habías aprendido en los hoteles decadentes de Estambul.

No te importaba romperme las alas, o esa colección de cicatrices que estaba a punto de reventar entre tus piernas, no querías escuchar más canciones uruguayas (antes del combate habías puesto un disco de Skunk Anansie) ni que mis huellas, ahora prisioneras, dibujaran las fronteras de tu anatomía de sirena.

Y entonces decidí rendirme ante esa mezcla de dolor y placer que me estaba invadiendo, con la resignación de un condenado ante un pelotón de fusilamiento, agradeciendo la precaución de llevar una buena dosis de THC navegándome las venas. No me importaba lo más mínimo que el mundo hubiera desaparecido o que me hubieses inoculado un virus letal a través de tus fluidos.

No existía más futuro que en los campos de reeducación de los jemeres rojos, y de haber tenido brazos no dudaría en abrazar esa fe que saltaba con energía sobre mi cadera. Pero el tiempo existía y se manifestó en forma de una brutal explosión, a la que le siguieron detonaciones idénticas: un teléfono que sonaba desde las mismas entrañas del infierno.

Con la misma naturalidad con la que un niño obediente salta de un columpio ante la orden de sus padres ¡vamos, es hora de abandonar los juegos!, dejaste de balancearte sobre aquella virilidad que ahora se me antojaba extraña, que parecía querer separase de mi cuerpo para seguir dentro de ti.

Intenté suplicarte pero solo conseguí atragantarme con tus bragas, mientras tú mantenías una conversación en un inglés barriobajero de la que solo alcanzaba a entender palabras sueltas y que se superponía a los aullidos de Skin.

Se acabó el disco y tu seguías recibiendo instrucciones del diablo o le dabas consejos, se me habían enfriado el sudor y las lágrimas y sentía todos los miembros ¡todos! entumecidos. Me llegaba el aroma de tu tabaco e hice votos para enrolarme en la resistencia sunita en cuanto consiguiera deshacerme de las ataduras que me mantenían anclado al lecho.

Hice un inventario de todos los reproches que te debía, y escogí de toda una galería de insultos y maldiciones las que creí que más daño te harían.

Hasta que volviste a la habitación, todavía con el teléfono en la mano, aunque ya mudo, y el mundo volvió a desaparecer con un nuevo bombardeo de mordiscos furiosos.

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