martes, 20 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (III)


Me empujó con brusquedad, y a punto estuve de quedarme con uno de sus pezones entre mis dientes, le envió una mirada de despecho a las criaturas que se agitaban en sus macetas y se deshizo de sus bragas para cabalgarme a pelo, sin preocuparse de protecciones, atendiendo solo a su placer. No tuve inconveniente, ni estaba en condiciones de hacer ningún tipo de objeción, porque desde abajo adquiría una nueva perspectiva del objeto de mi deseo, y acoplándome a sus movimientos hacía pequeños ataques a aquellos picos altivos como los de la cordillera del Himalaya, buscándola con las manos o con los dientes, pero sobretodo con lo más profundo de mi alma.

La Negra no era una amazona demasiado imaginativa, se limitaba a subir y a bajar como en una montaña rusa, sin llevar el control del asunto, así que cuando me cansé de su espectáculo la derribé y la inmovilicé subiendo sus piernas hasta mis hombros, y después volví a entrar en ella con violencia, buscándole las entrañas, hasta que después de un tiempo indeterminado ¿importa demasiado si fueron veinte minutos o dos horas? Ella gritó una sucesión de orgasmos y yo saqué mi miembro hinchado de su cueva y le regué a conciencia las tetas. Todavía goteando volví a echarle la boca y chupe aquellos pezones coronados por mi leche.

Enseguida pensé en que tenía que deshacerme de las plantas, de las latas de cerveza que llenaban la nevera, pensé en que no volvería a acercarme a los acantilados, ni a las puertas de las iglesias, que no volvería a recitar desde los balcones ajenos, ni a tirarme de los puentes, que no bailaría más como un poseso ni escucharía a los clásicos a un volumen decente, que ya no comería pescado ni berenjenas, que llamaría a mis padres, sonreiría a los niños y a los policías, que dejaría de ponerme camisetas de calaveras y celebraría todos los cumpleaños.

Y finalmente, después de que se hiciera el silencio y de que la eternidad sucediera, pensé que después de todo, seguiría hablándole a mis plantas y matándome a pajas.

jueves, 15 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (II)


Con esto por fin vencí su fingida resistencia de primeriza y pude deshacerme del sujetador (uno de color crema, horrible por cierto) la gula venció a la lujuria y le eché la boca a aquellas flechas de obsidiana, que me desafiaban creciendo hasta lo inimaginable. Chupé con más ansias que si de ellos brotara la leche materna, hasta que empecé a escuchar sus lamentos: le estaba haciendo daño de verdad, y ya sabía que me lo haría pagar de algún modo.

Interrumpió mi incursión en el paraíso, y cubriéndose me dijo que ya era suficiente para la primera vez, que era mejor que nos fuéramos cada uno a su casa, que estábamos yendo demasiado lejos, mientras yo me resistía a la idea de volver solo a mi habitación para hablarle a las plantas y matarme a pajas. Así que escuché todas sus tonterías con los ojos inyectados de deseo, y un lobo rugía en mi pecho sin intención de detenerse.

No había llegado hasta aquí para tan poco, abjurando de mis principios elementales, desoyendo los consejos de los amigos y las voces que en mi interior me decían que no escuchase sus cantos de sirena, así que tuve que explicarle a la Negra que a un macho no se le puede encerrar en un coche con todos aquellos motivos y luego salir indemne como una virgencita, sin mayores daños que un puñado de chupetones.

Volvió a hacer una lista de todas las cosas que no le gustaban de mí, que si fumaba porros y bebía calimotxo, que si comía pescado seis días a la semana, que si saltaba desde los puentes atado a una cuerda deshilachada, que si bailaba como un poseso en los conciertos, que si meaba en la puerta de las iglesias, que si me olvidaba de los cumpleaños, y que nunca le sonreía a los niños.

De todo me arrepentí sinceramente, hasta del último porro que había fumado hacía menos de una hora, mientras le decía que a mi casa o a la suya, o que le arrancaba la ropa dentro del vehículo y lo hacíamos allí, orillados a una calle del centro, donde llevábamos una eternidad aparcados. Y para evitar males mayores, o porque ya lo tenía decidido desde el principio del verano, la Negra accedió a subir a mi casa, porque aunque se hiciese la estrecha a última hora ya no podía disimular las ganas de unos golpes de cadera y la humedad que le bajaba por las piernas la estaba delatando.

Entramos en mi habitación traspasando las paredes, con un monstruo agitándose bajo mi vientre, demandando su tributo de carne, y cuando la tendí en la cama su camiseta ya estaba en mi alfombra, haciéndole compañía a mis pantalones y a su falda, y mi boca buscaba otra vez aquellos montes oscuros que volvían a desafiar las leyes de la naturaleza y crecían buscando mis labios, mi lengua, mi garganta.

miércoles, 7 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (I)



A la Negra nunca le gustó que fumara porros, tampoco le gustaba que bebiera cerveza, ni que me gustara hacer equilibrios en los acantilados o que escalara edificios para recitar tonterías desde los balcones, no soportaba que escuchara a los clásicos a un volumen brutal ¿se puede escuchar a Metallica bajito?, ni las berenjenas rellenas (una de mis mejores recetas), ni que llamara a mis padres una vez cada dos meses, ni mis camisetas de calaveras, ni que escupiera cada vez que me cruzaba con la policía.

A Pesar de todo esto, durante todo un verano estuvo empeñada en mostrarme sus encantos en la arena, buscándome el deseo en los ojos mientras estos recorrían su piel morena y le hacían una completa cartografía para reeditarla en las sesiones de onanismo más memorables que había tenido desde la adolescencia.

Así que en las tardes larguisimas de la estación cálida, fumaba porros a la orilla del océano, mientras unos pechos generosos y firmes, redondos y juguetones, coronados por dos cumbres sonrosadas, me señalaban reprochándome mis vicios y prometiéndome otros. La Negra me tentaba día y noche, y yo no podía sustraerme a la poderosa atracción que ejercían esas glándulas mamarias que se erizaban al menor contacto con el agua o con el viento.

Aprovechaba cualquier momento para acercarme a aquellas temibles protuberancias que ninguna prenda era capaz de disimular y, si lograba rozarme, mi piel tenía la constancia de una quemadura, y en mis piernas se agitaba una fuerza incontrolable. Y cuando no podía controlarlo me hacía otro porro, sonriéndole a todos los parroquianos que me señalaban desde sus toallas, esperando el momento de volver a casa donde hablaba con mis plantas y me mataba a pajas.

Aguanté hasta que a finales de septiembre, en una de esas noches en las que todavía se disparaban los termómetros, la Negra fue tan atrevida como para ponerme una mano encima, regañándome por mis malos hábitos, y las mías se dispararon, ajenas a mis ordenes, y fueron al encuentro de aquellas malditas tetas, que estaban a punto de volverme loco. Aunque la locura llego después, en mi coche, con los pantalones empapados, saciándome de aquella lengua sucia de mentiras y buscándole las curvas debajo de la camiseta, mientras le juraba que se habían acabado los porros, la cerveza, los acantilados, las berenjenas, las camisetas de calaveras, mis padres, la policía, y el puto mundo.

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