jueves, 7 de octubre de 2010

Soñando iguanas, muchachas y excavadoras



He vuelto a soñar con las iguanas, con pleistocénicas y espinosas armaduras barnizadas con plata y esmeraldas, y un brillo insólito en sus ojos inclementes que me recordaban a los que tenían las canicas de los delincuentes precoces de mi infancia.

Otra vez las iguanas voraces hacían guarida en mi biblioteca, esa que he ido atesorando con el paso de las edades, a costa de vestir camisetas raídas, colarme en los autobuses y robar manzanas en la frutería de la esquina, y con su ejército de dientes devoraban la ternura de Benedetti, de Girondo y de Neruda, o con sus ásperas lenguas de fuego borraban para siempre las dudas existenciales de Pavese, de Mishima y de Orwell.

Mientras yo las observaba paralizado en mi lecho, con las sábanas empapadas de una angustia que se parecía mucho a la de los naufragios, incapaz de cualquier maniobra que distrajera el apetito de los monstruos.

También ha regresado a mis sueños la muchacha de cabellos rojos que algunas mañanas se pasea por la cafetería con la espalda desnuda, con un dragón tatuado que le surge de las nalgas y unas palabras indescifrables en caracteres góticos en la nuca.

Si, también sus ojos de trigo recién cosechado tienen un brillo insólito, como el de las iguanas, quizá por el efecto del whiski escocés con zumo de manzana con el que ahoga el desierto de su garganta, mientras yo acompaño el primer café con los titulares de la guerra en el Cáucaso o los efectos devastadores de los huracanes caribeños.

Esa muchacha que insiste en escribirme su teléfono en una servilleta manchada de carmín, con unos números que se asemejan a una fórmula cabalística, como una invitación a la locura.

Desde que el homeópata me recetara las hierbas con las que sustituí mis copiosas cenas había dejado de soñar con las máquinas, sobretodo con las excavadoras que insistían una noche si y otra también en desenterrar los fantasmas que guardaba debajo de la cama.

No era ese sonido incesante de metal chocando contra el éter el que me molestaba, porque después de tantos años ya me había acostumbrado, pero eran demasiadas las traiciones, las renuncias, los rechazos que con su cuchara de dientas uniformes arrancaba del baúl de mis recuerdos.

Y esta noche, uniéndose al coro de iguanas y a la muchacha de los cabellos rojos, han vuelto para atormentarme.

Desperté en medio de la noche, con el estómago encogido por la zozobra, como si hiciese la digestión de un cardumen de mariposas muertas, y escruté en la oscuridad buscando la pared donde, por riguroso orden alfabético, por temas y nacionalidades, descansan mis libros, y mi respiración se normalizó al comprobar que todavía estaban allí.

Pero cuando mi corazón volvía a sonreír se abrió la puerta y un enano con suficientes amenazas como para destruir el mundo me ordenó que siguiera soñando. De todos los personajes que pueblan mis oníricos territorios es al que más odio, porque siempre aparece en ese momento en el que me creo amanecido, para recordarme que aún no he abierto los ojos.

Otra vez regresaron las iguanas a mordisquear las páginas que les quedaban pendientes de Praomedia Ananta Toer y un álbum de fotografías de Henri Cartier-Breson, mientras iban saliendo bajo mi cama una pléyade de citas a las que no llegué, de confesiones que no escuché, de mujeres que no supe amar y de amigos que me cansé de cuidar, y un maremagnum de acusaciones me hizo crecer un rencor sucio entre las piernas y volvió a aparecer la muchacha de los cabellos rojos, mostrándome solicita la espalda desnuda, con la boca del dragón ansiando mis durezas.

Aterrorizado busqué refugio bajo mi escritorio, y mi cabeza comprobó la curva de la madera, vencida por miles de versos estériles y facturas impagadas, y cartas que nunca fueron enviadas, y desde allí invoqué a las matemáticas, iniciando un recuento de momentos felices, una especie de mantra que en ocasiones me ha servido para difuminar el ruido incesante de las escavadoras, que ahora abrían una enorme brecha en el colchón, desatando un rumor de plumas y tristezas.

Recordé las canciones con la que mi madre cicatrizaba mis heridas, los besos de caramelo que guardaban las tapias del instituto, el crujir de la nieve bajo mis botas, y los peces de colores haciéndome cosquillas en el océano.

Ese inventario de felicidad me hizo despertar, y esta vez no apareció el enano amenazando con destruir el mundo, si no un sol de verano colándose por las rendijas de mi persiana, haciéndome cosquillas en las telarañas que cubrían mi cara.

Aunque cuando abrí los ojos me encontré con la peor pesadilla, con la más atroz, al comprobar que no estabas a mi lado.

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