jueves, 13 de enero de 2011

Simulacro de naufragio (II): La mosca del bar



Cuando desperté la ciudad había sucumbido ante las sombras, y como en la novela de Conrad mi corazón seguía bebiendo las tinieblas, así que me arrastré a la ducha, para arrojar por el desagüe las telarañas y para deshacer esas durezas con las que me castiga la nostalgia.

Desde el fondo del espejo me amenazó la sombra de Caín, y maldecí los estragos que los años estaban haciendo en mi rostro, donde estaban escritas mis renuncias y mis miedos. La pareja de zombis con las que comparto pasillos seguían asistiendo a la retransmisión de los pronósticos para el fin del mundo, y sentí una extraña y maligna fuerza que me precipitaba a la calle, donde no me esperaba nadie.

Caminé desconfiando de las esquinas, por si alguna navaja estaba esperando mi garganta, y solo los escaparates lograron arrancarme algo parecido a una sonrisa, que algunos maniquís sintieron también como una amenaza. Volví a pensar en Charlon Heston, y sentí la estupidez de recorrer estos lugares compartidos desarmado.

Quizá no era el último habitante del planeta, aunque me atreviera a desearlo, o quizá deseaba todo lo contrario y por eso estaba dirigiéndome hacia los sitios de siempre, donde sentir un poco de calor animal.

Si, fue por mi naturaleza de lobo por la que me senté a devorar otro bocadillo, el segundo de la jornada, junto con una manada de extraños, para alimentar a los coleópteros que anidan en mi vientre. Esas hienas emitían horribles carcajadas a mi espalda, y mis dientes hicieron desaparecer un cadáver exquisito, todo hay que decirlo, antes de que venciera la tentación de romper la botella contra la mesa y escupirles los cristales, mezclados con mi sangre y mi veneno, a sus caras.

Otra vez volvía a guarecerme en las sombras, recordando a algunas de mis victimas más recientes, y el eco de sus blasfemias me seco hasta el alma, así que apuré el paso hasta un nuevo escenario, que no era tan nuevo porque su suelo también estaba regado con mis lágrimas.

Tengo pocas virtudes, y para una que tengo, la puntualidad, también es un defecto.

Los músicos todavía estaban probando el sonido y las camareras ajustándose la silicona bajo las camisetas minúsculas, y todo me importaba menos que nada si la cerveza estaba fría. Y estaba. Así que ocupé una de las mesas y bebí despacio, para sentir la espuma bailándome las venas.

Volvió el rumor de unas alas, pero no eran las de un ángel, sino las de una auténtica mosca de bar, cuando pedí la segunda, hastiado de esperar al quinteto anunciado en las páginas del periódico local. La mosca del bar era yo.

lunes, 10 de enero de 2011

Simulacro de naufragio (I): El reino incierto de los sueños




El último día de la primavera me sentía como el último habitante del planeta, como en aquella película de Charlon Heston en la que, después de una gran explosión nuclear, no quedaba más hombre en el mundo que él, rodeado por legiones de zombis. La soledad de mi pecera, en la que estuve confinado toda la mañana, ayudaba a acrecentar esta sensación, y tuve que revolver en el baúl de los recuerdos, haciendo un inventario de fantasmas y de crímenes, por los que no he terminado de pagar.


Desde esta prisión más o menos voluntaria divisé como un espeso banco de niebla entraba desde el océano, y poco a poco iba cubriendo iba cubriendo la ría hasta los confines del Verdugo, semejando un ataque químico que ya estaba sintiendo en la piel en forma de gélido aliento. La primavera agonizaba y se oía ya el crujir de la hojarasca, confirmando los augurios de la hipótesis Gaia.


Más que finalizar la estación azul parecía que era el mundo el que tocaba a su fin. Quizá por eso no volví a mi refugio, o quizá porque la nevera se había vuelto loca con el cambio climático y había congelado los pocos alimentos que me quedaban en casa.


Así que me dirigí a los arenales, donde, a pesar de lo desapacible de la meteorología, una multitud de zombis helitrópicos, a la inversa de los que salían en el film, mostraban sus carnes corrompidas y se vigilaban mutuamente. Tal vez yo no era diferente a ellos, y sin embargo me sentía un extrañó repitiendo esta ceremonia de devorar un bocadillo correoso encima de una toalla, y para que la diferencia fuese menos visible también me despojé de mis harapos y mostré todas las cicatrices que, en el paso de los años, había coleccionado sobre mi piel.


No aguanté más de una hora revolviendo mis desnudeces en la arena, acosado por los latigazos de la bruma, las lenguas inflamadas de las horribles criaturas que me rodeaban y por ese rumo de tragedia que se había anclado en mi estómago.


Volví a esas paredes que han sido testigos de mis naufragios, y en las que otros zombis deambulaban en medio de la más contundente de las devastaciones. Solo en mi habitación había una atmósfera medianamente respirable, y en ella me atrincheré, esperando que llegara pronto el gran apagón, o que sucediese cualquier otra cosa, mala o buena.


No tenía intención de acariciar los lomos de mis viejos libros, para que como gatos callejeros lanzaran zarpazos a mi corazón, ni de escuchar las melodías oscuras que últimamente navegan por mis venas, así que me sumergí en mi mortaja descolorida y llamé a la puerta del reino incierto de los sueños, para probar suerte. No recuerdo si la tuve o no.

sábado, 1 de enero de 2011

Un tiro frente al espejo


Me metí un tiro frente al espejo, una nube blanca que me cegó con una ráfaga de cristales, salté por la ventana y las aceras recibieron sin entusiasmo los fragmentos de este contenedor de recuerdos que estaban pidiendo un Apocalipsis a gritos. Las tinieblas cubrieron rápidamente mis huesos, se adueñaron de la poca voluntad que me quedaba, y sonreí estúpidamente al internarme en los callejones donde todos los cuchillos llevaban escrito mi nombre.

Desde los escaparates me miraban con indiferencia una pléyade de maniquíes de curvas pronunciadas, provocándome a rasgar sus ropas de temporada y derramarme entre sus piernas de plástico. Puede ser que otra noche cediera a la tentación de los ladrillos y me encerrara en mi refugio con una de estas meretrices silenciosas, para invocar a la locura y ahuyentar a los fantasmas que aún insisten en fijarse a mis paredes desconchadas. Pero en esta era poderosa la llamada de la carne y ya no tenía razones para ignorarla, o las había olvidado en el mismo momento en que había aspirado aquel rabo de nube.

No quería testigos incómodos, así que evite los tugurios del puerto, donde la cicatriz que me atraviesa la siniestra, el infierno de mis ojos ambarinos y la facilidad con que mi navaja salía del bolsillo eran bien conocidas. Entorno a los antros del centro había una legión de jóvenes intentando aparentar los años y la crueldad que les faltaban para convertirse en alguien de mi especie, y se entretenían golpeando a los mendigos que dormían en los cajeros, acorralando en los portales a sus compañeras de clase y entregando al fuego a los contenedores de basura sobre el asfalto.

Ninguno de ellos me mantuvo la mirada, porque el respeto camina las noches de la mano del miedo, y desde lejos se veía que ellos tenían algo que perder y que yo ya lo había perdido todo. O casi, porque todavía oscuros deseos se movían por mis venas, pidiendo ser satisfechos.

Un neón intermitente me mordisqueo las pupilas y un ejército de hormigas se movió en mis testículos, era una señal tan buena como cualquier otra, así que empujé a un par de borrachos que dudaban ante la puerta y me interné en el local. Avance hacia la barra bajo una luz mortecina bajo la que se movían un puñado de cuerpos sobreexcitados por la ingestión masiva de diversos alcoholes y estupefacientes, y para no desentonar pedí un whiski doble y dibujé una raya de nieve sobre la misma barra, y ambos desaparecieron con la velocidad del orgasmo de un eyaculador precoz.

Una de las jóvenes que se contorsionaban en la pista se apercibió de mi maniobra y dejó de escuchar la música. En el poco tiempo que tardo en decidirse yo ya tenía otro whiski doble y otra nube sobre el mostrador, se acerco a mí, cogió el billete enroscado que blandía mi mano y se metió un tiro con ánimo de suicida. Después se largó un trago largo de escocés y me hizo la respiración artificial sin mediar ni una sola palabra.

No eran necesarias, su lengua tenía su propio idioma, y con el fabricaba un montón de promesas mientras recogía las mías. No era una chica guapa, ni tampoco fea, ni me importaba que tuviese los pechos duros como duraznos o el aliento afrodisíaco. Solo que me siguiese sin hacer preguntas, alentada con la esperanza de volar los abismos que le esperaban en mi guarida.

El trayecto se me hizo eterno, y parecía que íbamos a aprovechar todos los portales para simultanear polvo de estrellas, manos y lenguas cada vez más ligeras, y tragos de la botella había aparecido, por arte de magia, bajo mi abrigo. A nuestro alrededor, un ejército de bastardos seguía golpeando mendigos, acorralando a sus compañeras y quemando contenedores, pero poco a poco se fueron desvaneciendo, como un decorado inútil.

En mi guarida me metí el último tiro frente al espejo, y el lavabo empezó a teñirse de sangre. Sobre la cama una muñeca rota dibujaba una sonrisa estúpida: eran los restos de mi cacería.

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