jueves, 19 de agosto de 2010

Como si tuvieses la boca llena de flores (II)



Al día siguiente fui llamado al despacho del comandante, y confesé mi crimen, que fue sentenciado como sedición, por lo que fui condenado a un mes de trabajos forzados en la cocina. Entre enormes ollas humeantes, repletas de carne y verduras, y sartenes friendo toneladas de patatas, confiaban que volviera a la disciplina.

Pero cualquier alimento que metía en la boca había perdido, en materia gustativa, algún interés para mí. Me daba igual comer un plato de sardinas o uno de botas viejas, una chuleta de cerdo o los azulejos del baño. Así que no me quedó otra solución que pasar a la clandestinidad, y por las noches saltaba las tapias del cuartel para hacer incursiones en el pueblo vecino.

No siempre encontraba rosales en los que saciar mi apetito, y a veces tenía que contentarme con geranios o claveles, a los que no tardé en aficionarme, o incluso margaritas silvestres, aunque en este caso y debido a la levedad de su sabor, tenía que devorar campos enteros para satisfacerme.
Dentro de la instalación militar guardaba las formas, y engañaba a mis mandos simulando que comía la carne estofada, las cremas de verduras, los arroces, el pescado guisado, pero cuando esos alimentos tocaban mi paladar sentía unas fuertes nauseas, y tenía que ingerir algunas flores que siempre llevaba, para estas emergencias, en los bolsillos.

Pude licenciarme antes de que descubrieran el engaño, y ya para entonces no me alimentaba de otra cosa que no fueran flores.

Encontré trabajo como viajante de comercio, y eso me permitió comprobar que, por ejemplo, las gardenias en Teruel tienen un sabor más azucarado que las que se cultivan en Zamora, y que las rosas más exquisitas de la península son las de Almería, y que en las poblaciones cercanas a los Pirineos crece el azafrán de montaña, un auténtico manjar si se consume recién cortado.

También comprobé que el organismo humano, en contra de lo que se cree, no necesita de toda la variedad que ofrece nuestra gastronomía, y que es posible tener una alimentación equilibrada solo a base de flores. Todos los volúmenes que comprenden mi extensa biblioteca hablan de las virtudes y propiedades de estas maravillas del reino vegetal, que han cambiado mi vida.

A mi mujer no le disgusta en absoluto mi particular gusto culinario, aunque no la comparta, aunque al principio le costaba asimilar el hecho de que mi alimentación se redujera a las flores. Ella es también vegetariana, y también come tallos, raíces, frutas, bulbos y tubérculos. A lo mejor no es casualidad que su nombre sea Rosa.

Ya han pasado veinte años desde el día en el que me atreví, un poco por aburrimiento y un poco por rebeldía, a llenarme el paladar con los pétalos que manaban del jardín del comandante, y todavía recuerdo el placer que me invadió la boca la primera vez.

En todo este tiempo no he sentido la tentación de comer otra cosa que no fuesen flores, salvo esta mañana, cuando he mojado con la lengua un sello de correos.

domingo, 15 de agosto de 2010

Como si tuvieses la boca llena de flores (I)



La primera vez que comí flores fue por una mezcla de aburrimiento y de rebeldía. Estaba realizando el servicio militar, y aquel día me tocaba realizar la guardia frente a la casa del comandante del cuartel, que tenía unos jardines magníficos.

El rancho había consistido en unas lentejas aguadas y una merluza cocida, y me había dejado la sensación que tienes cuando comes un periódico, sobretodo si ingieres las páginas de sucesos, aunque había abandonado esa costumbre gastronómica hacía ya tiempo.

Mientras paseaba en torno al pequeño perímetro que permitía el reglamento, cuatro pasos hacia delante y siete pasos hacia atrás, describiendo semicírculos en el sentido de las agujas del reloj, intentaba concentrarme en cualquier cosa que me distrajera del sabor a imprenta que se me había pegado a mi paladar.

En aquel momento me encontré frente a los rosales que, con esmero, cuidaba el ordenanza del comandante, un tipo amanerado y traidor que coleccionaba amenazas y siempre se pegaba a la sombra de unos galones. Los pétalos eran de un rojo sanguíneo y cuando arranqué el primero sentí como si le estuviese amputando el dedo a un niño. Eso me animó a llevármelo a la boca.

Cerré los ojos durante un instante, de la manera que hacen los verdaderos cristianos al comulgar a su dios, y sentí que bajo mis pies crecían raíces, y que la tierra me cubría. Fue solo un segundo, antes de que mis dientes rompieran el encanto masticando la tierna lámina, que vertía su sangre sobre mi lengua, pero en ese segundo me llegaron poderosas revelaciones.

Durante las horas que tenía asignadas para custodiar ese recinto, fui despojando a los rosales de sus pétalos, gozando de un placer que distanciaba mucho de los otros que conocía, que no eran pocos.

Sabía que mi conducta podría condenarme, pero no había suficiente castigo para disuadirme de llenarme la boca con aquel minúsculo néctar, que se diferenciaba de cualquier sabor que hubiese probado.

Cuando llegó mi reemplazo acababa de engullir la última de las rosas, y al saludar a mi compañero de armas mi aliento le acarició la cara, y pude ver en sus ojos un atisbo de envidia.

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