lunes, 9 de mayo de 2011

Simulacro de naufragio (VII): Resistiendo a la pequeña muerte



Pero todavía no había llegado el tiempo del descanso eterno, ni tan siquiera de esa pequeña muerte que supone abandonarse a los sueños, aunque a esas alturas de la noche se me había pegado al paladar el sabor de una pesadilla.


La ninfa morena había extraviado su mirada cautivadora entre los chupitos de tequila, e insistía en invitarnos a compartir su naufragio pidiendo veneno para todos, y sus curvas escandalosas se quebraban, como los de una muñeca rota, mientras la de los cabellos dorados se esforzaba en mantener en pie la muralla que había ido construyendo a lo largo de las horas.


Y habían pasado demasiadas, mis articulaciones crujían como galletas, mis párpados eran persianas de cemento y por mis venas circulaba un exceso de estrellas, nubes cenicientas y pólvora como para armar una nueva insurrección zapatista.


Así que arrojé la toalla, mostrando las cicatrices de un boxeador sonado, mientras mis amigos proponían continuar la velada en el Tanatos para gastar los últimos cartuchos, porque lo que quedaba de mi triste figura solo pedía un vaso de leche caliente y un colchón donde hacer efectiva mi rendición.


Salimos a la calle y el sol ya estaba lamiendo las calles sucias de la metrópoli, mientras otros zombis idénticos a nosotros se refugiaban en los portales y se mordían los unos a los otros levantando un revuelo de efluvios etílicos, vómitos, desesperanza y derrota. Ya solo nos quedaban dos días en la cuenta y el que terminaba lo habíamos malgastado destrozando el hígado y escuchando estupideces, pero así era la vida que habíamos elegido.


Como si fuesen unas persistentes rémoras, lo que quedaba de las jovencitas, envejecidas en solo una noche a golpe de alcohol y nicotina, se apuntaron a la posibilidad de llenar el vacío que amenaza las paredes de sus estómagos, donde quizá nunca anidaran las mariposas, y otra vez caminamos las aceras hacia un lugar donde nos sirvieran algo parecido a un desayuno.


Por fortuna o por desgracia, según sea el caso, somos gente diversa, y hubo quien quiso jugar a la ruleta rusa y pedir una ensaladilla, quien devoro un bocadillo de lomo y queso, y quien pidió un vaso de leche caliente, con café o con cacao, que ni en eso estábamos de acuerdo. Estaba finalizando la partida y se relajaban los gestos, aunque había intenciones que se resistían a rendirse.


Cuando salimos de allí ya estaba calentándose el asfalto, y emprendí el regreso seguido de mis compadres, que tenían el coche aparcado en mi zona, y de las adosadas, que se habían hospedado cerca de mi refugio. Parecíamos los restos del Apocalipsis.

lunes, 2 de mayo de 2011

Simulacro de naufragio (VI): Haciendo cuentas



Después de todo no había sido una mala noche, a pesar de que se hubiesen cebado con mis canas, con el estado de mi dentadura, con la pereza de mis neuronas, con el perímetro de mi abdomen, con la manera de ganarme los garbanzos, con mis gustos musicales y mis inclinaciones políticas.


Ya no me sentía el último habitante del planeta sino un integrante más del ejército de zombis que, como yo, habían soportado o arrojado bombas cargadas de estupidez, después de todo quizá las chicas tuvieran razón en algo, cuando me habían dicho que era un tipo normal.


De todas las maneras tristes de encontrarse con la realidad, se sepultar las ambiciones, la esperanza, las ganas de nuevos amaneceres, la peor de todas, la que más daño me hace es la de escuchar que soy un tipo normal, pero a esas horas casi lo sentía como un bálsamo, un antídoto ante la demencia.


Pero la noche se resistía a morir, y volvió a aparecer el Nota y también las perturbadas, a las que las horas les iban restando juventud y les iban sumando inestabilidad, tanto emocional como física.


Los primeros rayos del sol iban disolviendo algunos grupos que resistían en improvisadas barricadas a las puertas de los locales que iban cerrando, y nos alejamos de allí antes de que nos encontrara allí la policía o los repartidores de periódicos. Aún nos quedaba energía para el último asalto, y entramos en el Zulo, despertando una polvareda de miradas violentas. El local estaba lleno de lobos grises, un centenar de dientes amenazantes que miraban hacia el cargamento de carne que traíamos con nosotros.


El tiempo parecía haberse detenido, y las resistencias de la morena de curvas espectaculares iba abriendo grandes grietas. Era difícil mantener las distancias porque hablando te sentías sometido por su aliento, claro que también había quien quería reducirlas, porque se habían perdido batallas pero la guerra no había terminado.


En algunos momentos incluso Vann tuvo algunos momentos amables, y se abrazaba o se fotografiaba besando a uno o a otro, aunque rápidamente volvía a su táctica de ataque preventivo, cada vez más patético por los efectos que el tequila iba haciendo en su cuerpecito.


Yo volví a pensar en las matemáticas y volvió a salir la cuenta inicial, dos y dos seguían sumando cuatro y yo seguía sobrando, aunque seguí sin ser tan sencillo, porque mis colegas seguían insistiendo en los encantos de Luna que, comparados con la actitud de su amiga, se multiplicaban.


De todos modos se iba agotando mi curiosidad, y ya tenía ganas de derrumbarme en mi ataúd.




Seguidores

Vistas de página en total