jueves, 15 de julio de 2010

A la negra nunca le gustó que fumara (II)


Con esto por fin vencí su fingida resistencia de primeriza y pude deshacerme del sujetador (uno de color crema, horrible por cierto) la gula venció a la lujuria y le eché la boca a aquellas flechas de obsidiana, que me desafiaban creciendo hasta lo inimaginable. Chupé con más ansias que si de ellos brotara la leche materna, hasta que empecé a escuchar sus lamentos: le estaba haciendo daño de verdad, y ya sabía que me lo haría pagar de algún modo.

Interrumpió mi incursión en el paraíso, y cubriéndose me dijo que ya era suficiente para la primera vez, que era mejor que nos fuéramos cada uno a su casa, que estábamos yendo demasiado lejos, mientras yo me resistía a la idea de volver solo a mi habitación para hablarle a las plantas y matarme a pajas. Así que escuché todas sus tonterías con los ojos inyectados de deseo, y un lobo rugía en mi pecho sin intención de detenerse.

No había llegado hasta aquí para tan poco, abjurando de mis principios elementales, desoyendo los consejos de los amigos y las voces que en mi interior me decían que no escuchase sus cantos de sirena, así que tuve que explicarle a la Negra que a un macho no se le puede encerrar en un coche con todos aquellos motivos y luego salir indemne como una virgencita, sin mayores daños que un puñado de chupetones.

Volvió a hacer una lista de todas las cosas que no le gustaban de mí, que si fumaba porros y bebía calimotxo, que si comía pescado seis días a la semana, que si saltaba desde los puentes atado a una cuerda deshilachada, que si bailaba como un poseso en los conciertos, que si meaba en la puerta de las iglesias, que si me olvidaba de los cumpleaños, y que nunca le sonreía a los niños.

De todo me arrepentí sinceramente, hasta del último porro que había fumado hacía menos de una hora, mientras le decía que a mi casa o a la suya, o que le arrancaba la ropa dentro del vehículo y lo hacíamos allí, orillados a una calle del centro, donde llevábamos una eternidad aparcados. Y para evitar males mayores, o porque ya lo tenía decidido desde el principio del verano, la Negra accedió a subir a mi casa, porque aunque se hiciese la estrecha a última hora ya no podía disimular las ganas de unos golpes de cadera y la humedad que le bajaba por las piernas la estaba delatando.

Entramos en mi habitación traspasando las paredes, con un monstruo agitándose bajo mi vientre, demandando su tributo de carne, y cuando la tendí en la cama su camiseta ya estaba en mi alfombra, haciéndole compañía a mis pantalones y a su falda, y mi boca buscaba otra vez aquellos montes oscuros que volvían a desafiar las leyes de la naturaleza y crecían buscando mis labios, mi lengua, mi garganta.

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