jueves, 3 de febrero de 2011

Simulacro de naufragio (III): En el corredor de la muerte


Tuve que esperar una hora larga, más pesada que si estuviese en el corredor de la muerte, mientras se iban ocupando las mesas, no todas, que me rodeaban, intentando atrapar fragmentos de conversaciones que me eran ajenas, con el oculto interés de utilizarlas para mi beneficio en mi fábrica de mentiras, hasta que finalmente los músicos abandonaron la barra y empuñaron sus instrumentos como una banda de delincuentes en el Chicago de los años de la prohibición.

Como entonces también fueron ritmos de jazz los que allí sonaron, mezclándose con las burbujas doradas que habían ascendido a mi cabeza, y aunque la vocalista tenía voz de sirena era tan triste su deambular bajo los focos que solo consiguió arrancarme una sucesión interminable de bostezos.

Creo que incluso dormí un poco, mientras el guitarrista probaba un cementerio de pedales y el pianista golpeaba las teclas con el entusiasmo con el que un yonqui se clava una aguja. No eran malos músicos, y los temas que interpretaban tenían trocitos de magia, pero a mi me pesaban de más los huevos.

Porque donde realmente habita la nostalgia, el hastío, la sensación de convertirse en el último habitante del planeta, de estar rodeado de zombis, de desear que el mundo se acabe el mundo, o de que pase cualquier cosa, buena o mala, es en ese saco de rencor que llevamos colgado entre las piernas.

Aguanté hasta el final del concierto, más que nada porque tampoco me apetecía ir a ningún sitio, ni tan siquiera me apetecía seguir bebiendo, aunque lo hacía para que las burbujas siguiesen acorralando a mis neuronas, y cuando terminó se me acabaron las excusas para seguir allí.

Reuní el poco valor que me quedaba y volví a las calles, donde deambulaban criaturas más temibles que las imaginadas por Darío Argento. Otra vez me dio pereza regresar a mi refugio, y opté por quedar con Roi y con el Nota en El Espantasueños, donde nos reunimos una vez a la semana los veteranos de guerra.

Me acomodé en la barra como el que se hunde en una trinchera, y una nausea me gano el alma cuando miré a mí alrededor y sentí las voces de los fantasmas que siguen pidiendo mi cabeza.

Ya estaba decidido a otra espera interminable, alimentándome de porqués que rebotaban en las paredes desconchadas, cuando llegaron mis compañeros, demasiado sonrientes para un sábado por la noche. Detrás de ellos entraron en el antro dos jovencitas, que para mi sorpresa venían siguiéndoles, como si fuesen traficantes de crack o estrellas del rock. Deseé no estar allí en ese momento, quizá ya no estaba allí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Vistas de página en total