jueves, 23 de junio de 2011

Simulacro de naufragio (VIII): Desafiando las matemáticas

Foto: Xacobe Casal



En el trayecto que nos separaba de mi ansiado cadalso, uno de los nuestros se detuvo a tomar aire en los portales, y acompañó las bocanadas con el aliento de la morena, que tenía las manos juguetonas y probaba a avivar un poco el fuego, aunque no tanto como para quemarse. Mientras, en la vanguardia avanzábamos penosamente por la avenida desierta aguantando las últimas tonterías de Vann, alarmada por la posibilidad de que su amiga decidiera confundir sus sudores y rematar la jornada condenándose a golpe de cadera.


Otra vez conté: dos y dos seguían siendo cuatro, así que en la esquena que se separaban nuestros caminos hice un gesto y escupí un par de palabras inteligibles a modo de despedida. Ya era demasiado, incluso para mí, y además siempre he odiado estos momentos en los que se decide si se acaba el partido o se juega la prorroga, porque de todos modos yo ya estaba en el banquillo.


Me derrumbé en el sepulcro con la misma sensación con la que me había levantado hacía un millón de horas, con la de haberme convertido en el último habitante del planeta, pero no me quedaban fuerzas ni para la nostalgia, así que me adentré en los territorios de la inconsciencia con la misma resignación que si me hubiese abandonado en brazos de la dama de la guadaña.


Ni tan siquiera tuve constancia de los fantasmas que mastiqué durante las escasas horas que dormí, aunque cuando los gritos del teléfono me arrancaron de la última pesadilla, tenía llena de arena la garganta y en mi cabeza pastaba una manada de hormigas.


Otra vez maldecía no haber apagado la conexión con el satélite y ese principio de asertividad que me hace decir siempre que si cuando tengo que decir que no, pero ya se me había jodido el sueño y volví a desafiar a las matemáticas.


Roi ya había organizado para comer con Luna y Vann, que aún tenían ganas de vacile, y el Nota se había sumado a regañadientes, también sin que le salieran las cuentas.


Me arrastré hacia la ducha con intención de que esta vez el desagüe no solo se llevara las telarañas, sino también el puto síndrome de Peter Pan que me impedía actuar conforme a las muchas primaveras que me había tocado sufrir.


Pero un manantial de agua caliente no era suficiente para alejar la sombra que oscurecía mi frente, ni para aliviar ese saco de rencor que se encogía como un puño entre mis piernas, así que preparé un café más negro que mi alma y lo acompañé con un analgésico, para fabricar otra serie de sonrisas, más falsas que las manufacturas napolitanas.


Así me arrojé a la calle.

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