lunes, 10 de enero de 2011

Simulacro de naufragio (I): El reino incierto de los sueños




El último día de la primavera me sentía como el último habitante del planeta, como en aquella película de Charlon Heston en la que, después de una gran explosión nuclear, no quedaba más hombre en el mundo que él, rodeado por legiones de zombis. La soledad de mi pecera, en la que estuve confinado toda la mañana, ayudaba a acrecentar esta sensación, y tuve que revolver en el baúl de los recuerdos, haciendo un inventario de fantasmas y de crímenes, por los que no he terminado de pagar.


Desde esta prisión más o menos voluntaria divisé como un espeso banco de niebla entraba desde el océano, y poco a poco iba cubriendo iba cubriendo la ría hasta los confines del Verdugo, semejando un ataque químico que ya estaba sintiendo en la piel en forma de gélido aliento. La primavera agonizaba y se oía ya el crujir de la hojarasca, confirmando los augurios de la hipótesis Gaia.


Más que finalizar la estación azul parecía que era el mundo el que tocaba a su fin. Quizá por eso no volví a mi refugio, o quizá porque la nevera se había vuelto loca con el cambio climático y había congelado los pocos alimentos que me quedaban en casa.


Así que me dirigí a los arenales, donde, a pesar de lo desapacible de la meteorología, una multitud de zombis helitrópicos, a la inversa de los que salían en el film, mostraban sus carnes corrompidas y se vigilaban mutuamente. Tal vez yo no era diferente a ellos, y sin embargo me sentía un extrañó repitiendo esta ceremonia de devorar un bocadillo correoso encima de una toalla, y para que la diferencia fuese menos visible también me despojé de mis harapos y mostré todas las cicatrices que, en el paso de los años, había coleccionado sobre mi piel.


No aguanté más de una hora revolviendo mis desnudeces en la arena, acosado por los latigazos de la bruma, las lenguas inflamadas de las horribles criaturas que me rodeaban y por ese rumo de tragedia que se había anclado en mi estómago.


Volví a esas paredes que han sido testigos de mis naufragios, y en las que otros zombis deambulaban en medio de la más contundente de las devastaciones. Solo en mi habitación había una atmósfera medianamente respirable, y en ella me atrincheré, esperando que llegara pronto el gran apagón, o que sucediese cualquier otra cosa, mala o buena.


No tenía intención de acariciar los lomos de mis viejos libros, para que como gatos callejeros lanzaran zarpazos a mi corazón, ni de escuchar las melodías oscuras que últimamente navegan por mis venas, así que me sumergí en mi mortaja descolorida y llamé a la puerta del reino incierto de los sueños, para probar suerte. No recuerdo si la tuve o no.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Vistas de página en total