martes, 19 de julio de 2011

Simulacro de naufragio (IX): Las grandes cuestiones de la existencia

Podría haber saltado por la ventana en lugar de utilizar el ascensor, y las chicas que esperaban en mi portal hubieran reaccionado igual, seguían enfadadas con el mundo y yo seguía teniendo la culpa, sin embargo Roi ya había sumado puntos y debía de pensar lo más evidente: que aunque estuvieran trastornadas seguían estando más que buenas, y que merecía la pena aguantar un poco más si la recompensa era un pedazo de carne tierna.


El Nota volvió a completar el quinteto a regañadientes, porque no tenía costumbre de abandonar su cueva en las jornadas dominicales, quizá preguntándose como yo las grandes cuestiones de la existencia ¿Quiénes somos? ¿De donde venimos? ¿Adonde vamos?. Yo todavía tenía más preguntas, y ya estaba fabricando respuestas, gracias al líquido negro que, mezclado con fragmentos de pesadillas, navegaba por mis venas.


La canícula que nos estaba azotando con la saña de un tribunal islámico no era propicia para tomar decisiones, y como no me gusta darles espectáculos gratuitos a los vecinos tuve que escuchar al órgano más despierto de todo el grupo: mi estómago.


En esos momentos contados de mi biografía en los que me siento feliz se despierta en mí un hambre de lobo, y cuando me siento desgraciado, al borde del abismo o del naufragio, también tengo unas ganas locas de llenarme el vientre con algo más contundente que las mariposas.


Cuando no estoy en ninguna de estas situaciones, como en esta ocasión, también tengo un hambre de la hostia, así que dirigí todas mis energías a pensar en un comedero para poder cerrarles la boca a las niñas, que también se habían levantado repugnantes, y de paso recuperar energías.


Después de barajar distintas alternativas salimos hacia el puerto, en cuyas proximidades se encuentra uno de esos contados sitios de confianza, donde te dan bien de comer sin desplumarte, porque tampoco era la ocasión como para impresionar a nadie, ni tampoco lo merecían.


Por el camino efectué una llamada de urgencia, y sumé a Gato a nuestra expedición, que se mostró encantado con la posibilidad de tener presencia femenina en la comida. Ya no había lugar para las matemáticas, y bien que agradecía la presencia de un diplomático, que venía armado con toda la paciencia del mundo para atender los agravios de las forasteras, con lo que el almuerzo sería, por lo menos, un poco más tranquilo que nuestra noche.


O por lo menos en eso confiaba yo.

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