Arreciaron los golpes y las detonaciones, que no eran otra cosa que el timbre de la entrada y la puerta chocando contra la cadena, así que no me quedó otra que saltar de cama, con la misma gracia que saltaría de una ventana, dándome una hostia de pánico contra la esquina del armario. Todavía aturdido por el dolor y por la insistencia de las llamadas alcancé a cubrirme mis partes con lo primero que encontré.
Encontré a mi padre asomando por la rendija de la puerta, preguntándome porque había echado la cadena, y apremiándome para que le dejase entrar.
-¿Pero tu no ibas a ver el partido en la cafetería?- le pregunté, sin ninguna intención de franquearle el paso.
-Si, pero no estaban mis amigos y decidí venir a verlo a casa. Pero, tu estás tonto ¿me abres la puerta o no?.
-No. – me atreví a contestar. – Ahora no puedo.
Mi padre mi miró con la misma intención de entenderme de los antidisturbios que nos habían golpeado en las revueltas estudiantiles de hace unos años, limitándose a seguir el guión. Con esa mirada podría haber derribado la puerta, pero aún así me dio otra oportunidad.
-Me cago en la puta hostia. Abre la puerta o la tiro abajo.-
Aquello tenía pinta de acabar regular, y me imaginé a Helena acojonada vistiéndose a toda prisa para esconderse en el armario, como en las películas.
Me dieron ganas también de meterme con ella dentro del armario, y esperar a que mi padre acabase el partido para que pudiese escabullirse por el pasillo, pero como en esas situaciones límites que se dan en las guerras, donde se quita lo mejor y lo peor de cada uno, hice un último gesto heroico, aún sin calibrar demasiado los resultados.
-No puedes entrar. Estoy con una chica…
Me temblaban las piernas ante la inminencia de que mi padre, como Mortadelo, se pusiese el disfraz de ariete y, finalmente, venciera la resistencia de la cadena o derribara la puerta. Y cuando estalló fue en forma de carcajada, se empezó a descojonar vivo, un poco por lo grotesco de la situación y otro poco por el orgullo paternal de comprobar que había otro machito en casa.
-Está bien, me voy al bar de abajo, te doy hasta que acabe la segunda parte, pero no hay prorroga que valga. Y, por cierto, no vuelvas a salir a la puerta así, campeón.
Cerré la puerta aliviado, pero más agotado que si disputase un combate de lucha libre. El espejo de la entrada me devolvió la imagen de una victoria por puntos, embutido en unas bragas blancas en las que sonreía con inocencia, un abultado Piolín.