martes, 22 de febrero de 2011

Simulacro de naufragio (IV): La invasión de los ultracuerpos


Nunca he sido demasiado bueno con las matemáticas, pero todavía sabía que dos y dos son cuatro, y que el quinto, que era yo, sobraba. Aunque había algo allí que no encajaba, no era imposible que se trajeran aquellas dos bellezas del Desguace, aunque era bastante improbable, y enseguida me pusieron al corriente de cómo había surgido el encuentro.


Hacía menos de diez minutos que habían tropezado con ellas en la calle, fascinados como un gato con los focos del autobús, y como eran forasteras se habían ofrecido para guiarlas por nuestra zona.


Luna, una ninfa morena de mirada cautivadora y curvas escandalosas, tenía cierta afición al lado oscuro y se había sentido atraída por los cueros claveteados de mis hermanos, aunque los suyos también despertaban el ellos esos instintos que nos habitan desde la noche de los tiempos.


Vann lucía cabellos dorados, ojos oceánicos y tez nívea, como si se hubiese barnizado con nubes, y parecía más fuera de lugar, como en la canción de Rosendo, y desde el primer momento cavó un foso entre ella y nosotros, aunque con intención de convertirlo en fosa y enterrarnos en ella.


Así que nada estaba escrito, y mis primeras impresiones, no todas, estaban equivocadas, quizá quedaban solo tres días y merecía la pena seguir sumando burbujas, e intentar forzar una mueca que se pareciese a una sonrisa.


Quizás llevaba demasiado tiempo alejado del mundo y de tanto cruzar fronteras emocionales confundía las lenguas, o me encontraba delante de alguna especie alienígena que, como en la Invasión de los Ultracuerpos, había ocupado el cuerpo, bonito eso si, de una mujer.


Porque Vann no se conformaba con cavar un foso, y levantar un muro defensivo detrás, sino que desde sus murallas lanzaba un ataque indiscriminado con dardos envenados, buscando herir y, si era posible, rematar.


Aún no me había terminado la cerveza y ya me preguntaba que clase de desgracia le había ocurrido para colocar a todo el género masculino en el cajón de los hijos de puta, era como una francotiradora serbia en el sitio de Sarajevo, disparando a donde pensaba que estaban mis puntos débiles.


No recordaba la última vez que me había encontrado con alguien tan enfadado con el mundo, y eso que era yo el último habitante del planeta, así que le presté mi oreja para que derritiera en ella sus rencores.


Pero, por muchos crímenes que hubiera cometido en mis vidas anteriores, no me creía merecedor de tanto castigo, así que intenté que mis compañeros dejaran de indagar en los encantos de la morena y se interesaran por descubrir los de la rubia, si es que los tenía.

jueves, 3 de febrero de 2011

Simulacro de naufragio (III): En el corredor de la muerte


Tuve que esperar una hora larga, más pesada que si estuviese en el corredor de la muerte, mientras se iban ocupando las mesas, no todas, que me rodeaban, intentando atrapar fragmentos de conversaciones que me eran ajenas, con el oculto interés de utilizarlas para mi beneficio en mi fábrica de mentiras, hasta que finalmente los músicos abandonaron la barra y empuñaron sus instrumentos como una banda de delincuentes en el Chicago de los años de la prohibición.

Como entonces también fueron ritmos de jazz los que allí sonaron, mezclándose con las burbujas doradas que habían ascendido a mi cabeza, y aunque la vocalista tenía voz de sirena era tan triste su deambular bajo los focos que solo consiguió arrancarme una sucesión interminable de bostezos.

Creo que incluso dormí un poco, mientras el guitarrista probaba un cementerio de pedales y el pianista golpeaba las teclas con el entusiasmo con el que un yonqui se clava una aguja. No eran malos músicos, y los temas que interpretaban tenían trocitos de magia, pero a mi me pesaban de más los huevos.

Porque donde realmente habita la nostalgia, el hastío, la sensación de convertirse en el último habitante del planeta, de estar rodeado de zombis, de desear que el mundo se acabe el mundo, o de que pase cualquier cosa, buena o mala, es en ese saco de rencor que llevamos colgado entre las piernas.

Aguanté hasta el final del concierto, más que nada porque tampoco me apetecía ir a ningún sitio, ni tan siquiera me apetecía seguir bebiendo, aunque lo hacía para que las burbujas siguiesen acorralando a mis neuronas, y cuando terminó se me acabaron las excusas para seguir allí.

Reuní el poco valor que me quedaba y volví a las calles, donde deambulaban criaturas más temibles que las imaginadas por Darío Argento. Otra vez me dio pereza regresar a mi refugio, y opté por quedar con Roi y con el Nota en El Espantasueños, donde nos reunimos una vez a la semana los veteranos de guerra.

Me acomodé en la barra como el que se hunde en una trinchera, y una nausea me gano el alma cuando miré a mí alrededor y sentí las voces de los fantasmas que siguen pidiendo mi cabeza.

Ya estaba decidido a otra espera interminable, alimentándome de porqués que rebotaban en las paredes desconchadas, cuando llegaron mis compañeros, demasiado sonrientes para un sábado por la noche. Detrás de ellos entraron en el antro dos jovencitas, que para mi sorpresa venían siguiéndoles, como si fuesen traficantes de crack o estrellas del rock. Deseé no estar allí en ese momento, quizá ya no estaba allí.

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