martes, 19 de octubre de 2010

Jugando el partido en casa (II)

Entre los crujidos del somier, los jadeos de la chica y las palabras sucias que se me caían de la boca escuchamos un golpe seco en la puerta de la entrada. Otro golpe y acto seguido sonaron dos detonaciones, y por si acaso los padres de Helena me habían mandado a una unidad de los Geos o por si eran unos sicarios colombianos contratados por su novio, pegué cuatro caderazos acelerados y me derramé, quizás por última vez, entre las piernas de la morena.

Arreciaron los golpes y las detonaciones, que no eran otra cosa que el timbre de la entrada y la puerta chocando contra la cadena, así que no me quedó otra que saltar de cama, con la misma gracia que saltaría de una ventana, dándome una hostia de pánico contra la esquina del armario. Todavía aturdido por el dolor y por la insistencia de las llamadas alcancé a cubrirme mis partes con lo primero que encontré.


Encontré a mi padre asomando por la rendija de la puerta, preguntándome porque había echado la cadena, y apremiándome para que le dejase entrar.


-¿Pero tu no ibas a ver el partido en la cafetería?- le pregunté, sin ninguna intención de franquearle el paso.


-Si, pero no estaban mis amigos y decidí venir a verlo a casa. Pero, tu estás tonto ¿me abres la puerta o no?.


-No. – me atreví a contestar. – Ahora no puedo.


Mi padre mi miró con la misma intención de entenderme de los antidisturbios que nos habían golpeado en las revueltas estudiantiles de hace unos años, limitándose a seguir el guión. Con esa mirada podría haber derribado la puerta, pero aún así me dio otra oportunidad.


-Me cago en la puta hostia. Abre la puerta o la tiro abajo.-


Aquello tenía pinta de acabar regular, y me imaginé a Helena acojonada vistiéndose a toda prisa para esconderse en el armario, como en las películas.


Me dieron ganas también de meterme con ella dentro del armario, y esperar a que mi padre acabase el partido para que pudiese escabullirse por el pasillo, pero como en esas situaciones límites que se dan en las guerras, donde se quita lo mejor y lo peor de cada uno, hice un último gesto heroico, aún sin calibrar demasiado los resultados.


-No puedes entrar. Estoy con una chica…


Me temblaban las piernas ante la inminencia de que mi padre, como Mortadelo, se pusiese el disfraz de ariete y, finalmente, venciera la resistencia de la cadena o derribara la puerta. Y cuando estalló fue en forma de carcajada, se empezó a descojonar vivo, un poco por lo grotesco de la situación y otro poco por el orgullo paternal de comprobar que había otro machito en casa.


-Está bien, me voy al bar de abajo, te doy hasta que acabe la segunda parte, pero no hay prorroga que valga. Y, por cierto, no vuelvas a salir a la puerta así, campeón.


Cerré la puerta aliviado, pero más agotado que si disputase un combate de lucha libre. El espejo de la entrada me devolvió la imagen de una victoria por puntos, embutido en unas bragas blancas en las que sonreía con inocencia, un abultado Piolín.

lunes, 11 de octubre de 2010

Jugando el partido en casa (I)

Hace un montón de años, cuando aún vivía en casa de mis padres, celebraba los momentos en los que me quedaba solo en casa con una inyección de entusiasmo que me hacía concebir, en el mismo instante de enterarme de la duración de sus ausencias, planes más ambiciosos de los que podía realizar.

Si se iban el fin de semana a la aldea, y me dejaban la nevera y la bodega bien surtida, imaginaba una de esas fiestas con música ruidosa, comida picante y chicas ligeras de ropa, aunque al final acabase por compartir unas botellas de vino y una tortilla de patatas con cuatro colegas, alargando un debate estéril durante toda la noche sobre la revolución peruana, las segundas lecturas de Rayuela y las películas de Kurosawa, mientras saboreábamos el wisky de malta de mi viejo.

Cuando había suerte conseguía vencer las reticencias de alguna chica y la introducía furtivamente en mi habitación, con toda la nocturnidad y alevosía posibles, quemando incienso y poniendo de fondo alguna melodía hipnótica, como el “Radio Etiopía” de Patti Smith, para consumar un ritual de acercamiento en el que, las más de las veces, había consumido gran parte de mis energías.

Sonaba el despertador antes de la madrugada, y se me antojaba extraño encontrar a aquella con la que había compartido sudores al borde del infarto, saltando de la cama para recoger su ropa desperdigada por el suelo, mientras yo llamaba a un taxi para que pudiera llegar a su casa antes de que sus padres denunciasen su desaparición a la guardia civil.

Había largos periodos, sobretodo en los inviernos más crudos, en los que mis progenitores se volvían más caseros, y solo me quedaba aprovechar sus ausencias por motivos laborales, a veces la mitad de una tarde o una tarde completa con suerte, para esos combates cuerpo a cuerpo que, en la mayoría de las ocasiones, quedaban relegadas al asiento trasero del coche, en la cuneta de alguna carretera secundaria o el aparcamiento de alguna playa desierta.

La cosa se me complicó un poco cuando me lié con Helena, con la que tuve un periodo de febril actividad sexual. Nuestra relación tuvo el aliciente de la clandestinidad, porque ella mantenía una relación estable con un novio formal, con el que tenía proyectado vivir algún día y, quizás, casarse y tener hijos, y por lo tanto teníamos que aprovechar esas horas en las que podía buscar una coartada para pegarnos una buena sesión de caderazos y mordiscos.

Ese día el Celta jugaba en casa uno de esos partidos decisivos en los que se disputaba, una vez más, la permanencia en la división de honor o el descenso a segunda, y mi madre tenía turno de noche. Mi padre hacía tiempo que perdiera el entusiasmo para ir a Balaidos, pero aún así no quería quedarse sin ver el partido, así que planeó llevar temprano a mi madre a su trabajo y verlo en la cafetería de enfrente, donde tenía una peña de amigos.

Me faltó tiempo para llamar a Helena y preguntarle si estaba libre, y la fortuna quiso que su novio también fuese hincha del equipo de la ciudad, y que además fuese de los que preferían sufrir en el estadio. Helena era de esas pocas chicas que ganan cuando se quitan la ropa, y me costaba imaginar que existiera alguien tan imbécil como para decantarse por un montón de hombres sudorosos luchando por una pelota, cuando podía disfrutar de aquella ganancia.
Cené temprano con mis padres, que se mostraron un poco extrañados porque no saliera de casa en toda la tarde.

-Estoy algo cansado, y tengo ganas de meterme temprano en cama.- Les dije.

Y la verdad es que era del todo cierto. Tanto que en cuanto salieron por la puerta volví a llamar a Helena y en menos de veinte minutos ya estábamos entre las sábanas, ejecutando esas acrobacias sexuales a las que tan aficionada era la niña y que, con certeza, sé que no volveré a ejecutar con el mismo entusiasmo y vigor de aquella época. Sudamos tanto como si vistiésemos la camiseta celeste y a pesar de todos los regates y disparos a portería todavía estábamos empatados a la mitad del primer tiempo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Soñando iguanas, muchachas y excavadoras



He vuelto a soñar con las iguanas, con pleistocénicas y espinosas armaduras barnizadas con plata y esmeraldas, y un brillo insólito en sus ojos inclementes que me recordaban a los que tenían las canicas de los delincuentes precoces de mi infancia.

Otra vez las iguanas voraces hacían guarida en mi biblioteca, esa que he ido atesorando con el paso de las edades, a costa de vestir camisetas raídas, colarme en los autobuses y robar manzanas en la frutería de la esquina, y con su ejército de dientes devoraban la ternura de Benedetti, de Girondo y de Neruda, o con sus ásperas lenguas de fuego borraban para siempre las dudas existenciales de Pavese, de Mishima y de Orwell.

Mientras yo las observaba paralizado en mi lecho, con las sábanas empapadas de una angustia que se parecía mucho a la de los naufragios, incapaz de cualquier maniobra que distrajera el apetito de los monstruos.

También ha regresado a mis sueños la muchacha de cabellos rojos que algunas mañanas se pasea por la cafetería con la espalda desnuda, con un dragón tatuado que le surge de las nalgas y unas palabras indescifrables en caracteres góticos en la nuca.

Si, también sus ojos de trigo recién cosechado tienen un brillo insólito, como el de las iguanas, quizá por el efecto del whiski escocés con zumo de manzana con el que ahoga el desierto de su garganta, mientras yo acompaño el primer café con los titulares de la guerra en el Cáucaso o los efectos devastadores de los huracanes caribeños.

Esa muchacha que insiste en escribirme su teléfono en una servilleta manchada de carmín, con unos números que se asemejan a una fórmula cabalística, como una invitación a la locura.

Desde que el homeópata me recetara las hierbas con las que sustituí mis copiosas cenas había dejado de soñar con las máquinas, sobretodo con las excavadoras que insistían una noche si y otra también en desenterrar los fantasmas que guardaba debajo de la cama.

No era ese sonido incesante de metal chocando contra el éter el que me molestaba, porque después de tantos años ya me había acostumbrado, pero eran demasiadas las traiciones, las renuncias, los rechazos que con su cuchara de dientas uniformes arrancaba del baúl de mis recuerdos.

Y esta noche, uniéndose al coro de iguanas y a la muchacha de los cabellos rojos, han vuelto para atormentarme.

Desperté en medio de la noche, con el estómago encogido por la zozobra, como si hiciese la digestión de un cardumen de mariposas muertas, y escruté en la oscuridad buscando la pared donde, por riguroso orden alfabético, por temas y nacionalidades, descansan mis libros, y mi respiración se normalizó al comprobar que todavía estaban allí.

Pero cuando mi corazón volvía a sonreír se abrió la puerta y un enano con suficientes amenazas como para destruir el mundo me ordenó que siguiera soñando. De todos los personajes que pueblan mis oníricos territorios es al que más odio, porque siempre aparece en ese momento en el que me creo amanecido, para recordarme que aún no he abierto los ojos.

Otra vez regresaron las iguanas a mordisquear las páginas que les quedaban pendientes de Praomedia Ananta Toer y un álbum de fotografías de Henri Cartier-Breson, mientras iban saliendo bajo mi cama una pléyade de citas a las que no llegué, de confesiones que no escuché, de mujeres que no supe amar y de amigos que me cansé de cuidar, y un maremagnum de acusaciones me hizo crecer un rencor sucio entre las piernas y volvió a aparecer la muchacha de los cabellos rojos, mostrándome solicita la espalda desnuda, con la boca del dragón ansiando mis durezas.

Aterrorizado busqué refugio bajo mi escritorio, y mi cabeza comprobó la curva de la madera, vencida por miles de versos estériles y facturas impagadas, y cartas que nunca fueron enviadas, y desde allí invoqué a las matemáticas, iniciando un recuento de momentos felices, una especie de mantra que en ocasiones me ha servido para difuminar el ruido incesante de las escavadoras, que ahora abrían una enorme brecha en el colchón, desatando un rumor de plumas y tristezas.

Recordé las canciones con la que mi madre cicatrizaba mis heridas, los besos de caramelo que guardaban las tapias del instituto, el crujir de la nieve bajo mis botas, y los peces de colores haciéndome cosquillas en el océano.

Ese inventario de felicidad me hizo despertar, y esta vez no apareció el enano amenazando con destruir el mundo, si no un sol de verano colándose por las rendijas de mi persiana, haciéndome cosquillas en las telarañas que cubrían mi cara.

Aunque cuando abrí los ojos me encontré con la peor pesadilla, con la más atroz, al comprobar que no estabas a mi lado.

viernes, 1 de octubre de 2010

Rencor




“Mi amor, el problema es el siguiente ¿Qué es lo que te hace falta? ¿Estás dispuesta a escaparte conmigo? Y Ella ¡Si, voy a donde me lleves! Estoy en tus manos.”
MANUEL PUIG


Caminar toda la noche por una carretera desierta da para pensar mucho. Por ejemplo en mi propia estupidez. Y porque esta estupidez me había llevado a estar caminando esta noche por una carretera desierta.

Llevaba más de un año haciéndomelo con Lucy. Tenía unas tetas estupendas. Grandes y duras como melones, con unos pezones rojísimos, que engordaban en mi boca. Al principio era solamente eso: quería saciarme de sus tetas.

Lo intenté todo. Cada vez que ella entraba en la tienda del viejo Bart, donde trabajo, ensayaba la mejor de mis sonrisas. Era todo lo amable que podía ser. A veces también me ponía grosero. En fin, las clásicas tonterías que hacemos en el pueblo para cortejar a las chicas.

Una vez la acorralé en una esquina de la tienda y recibí un puntapié en la espinilla. Todavía conservo la cicatriz, lo juro. Pero había que verla, maldita Lucy, moviendo sus tetas de un lado al otro de la tienda mientras cogía una lata de judías y crema de cacahuete. Me estaba volviendo loco, de veras. Nunca había tenido tantas ganas de comerme unas tetas.

Pero acabó por cansarme. Decidí terminar el juego. Y estuve toda la semana que siguió al incidente del puntapié sin hacerle ni puto caso.

Al viernes siguiente fue ella la que me acorraló en el billar. Y yo no era tan tonto como para darle un puntapié, con las ganas que le tenía. Esa misma noche tuve mi buena ración de tetas.

Joder, Lucy era mejor de lo que pensaba. Era una auténtica salvaje, nunca tenía suficiente. Además, nadie me había hecho nada igual con la boca, tenía una lija en la lengua y sabía como usarla para quitarme hasta la leche materna.

Durante este último año nos corrimos buenas juergas en el coche del viejo. Encontramos un camino abandonado que acaba justo en el lago, a veinte kilómetros del pueblo.

Y allí estuvimos toda la primavera y el verano, bañándonos en el lago, a la luz de la luna, y follando como locos en el Comet del 69. Bonito número ¿no? Pues nosotros montamos unos cuantos. Me tenía bien cogido de las pelotas la buena de Lucy.

Pero en otoño me volví más perezoso. Algunas noches me olvidaba de que había quedado con Lucy. Me quedaba en el billar, fumando cigarrillos y fanfarroneando con los amigos. O tonteando con las chicas que perdían el miedo y el nombre entrando allí.

En más de una ocasión vino a buscarme, aburrida de esperar que pasara a recogerla. Se ponía como una furia si me veía hablando con otra chica, y si estaba jugando una partida o tomándome una cerveza con los colegas, también se ponía furiosa.

Después me iba detrás de sus tetas, a buscar las llaves del Comet. Mientras tuviera el depósito intacto el viejo parecía no enterarse. De paso también vaciaba mi depósito, en el sendero del lago.
Aunque enseñara mucho las uñas Lucy era inofensiva. Con cuatro palabras cariñosas volvía a comer en mi mano. Y yo me comía sus tetas, hasta la indigestión. Además de verdad: una noche se las unté con crema de cacahuete. A ella le pareció muy gracioso, A mis intestinos no tanto. Siempre tan atrevida, la condenada.

Pero pasaban las estaciones, y en invierno ya me aburría. Que todo cansa, las tetas de Lucy, la crema de cacahuete, y el sendero del lago. Aún así tampoco tenía mucho que elegir en el pueblo. Hasta que llegó su prima Susan.

Susan venía del norte y, como todas las del norte, era un poco pardilla. La vigilé durante unos días, hasta que encontré el momento de engatusarla, para meterla una noche en el Comet.

No me dio tiempo de llevarla al lago. Se hizo un poco la tonta pero terminamos haciéndolo. Pero no había comparación.

Así se lo dije a Lucy esta noche, después de follar como perros vagabundos, en nuestro sendero. Mucho mejor que con Susan, si. Total, tarde o temprano se iba a enterar.

Bajé del coche para que mentara a mi madre a gusto, y maldijera y llorara un poco, mientras yo meaba sobre la luna reflejada en el lago. Ya se le pasaría.

Después la vi arrancar rápidamente el Comet, y alejarse como alma que lleva el diablo del lago.

Mi viejo me iba a matar.

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